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Seguro estoy que algunos colegas críticos, estudiosos o comisarios e historiadores del Arte, apoyarían la diatriba especulativa de que si “algo” ha aportado el final del Siglo XIX y el inicio del XX a la construcción de nuestro imaginario actual, ese algo está sujeto a la libertad rupturista que las Vanguardias Históricas dejaron inscritas como caminos electivos de libertad narrativa para derrapar por caminos no-canónicos, post-académicos; para los no entendidos, expliquémonos: lo que quiero decir, es que gracias a que para indagar en las capacidades narrativas del realismo tras el nacimiento de la fotografía y el cine, y más tarde la televisión, ya estaba el sendero marcado muy claramente, el verdadero camino de libertades es aquel que se transita a la contra. O sea, que la verdadera aportación lingüística del siglo XX fue los caminos abiertos por el Surrealismo y la Abstracción.
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La Abstracción así, más concretamente, logró hacer “cosa” táctil, tocable, tangible, verificable como objeto arte, un territorio irrepresentable, amorfo, salido de la jaula de representación de lo real, escapado del modelo que lo obliga a comportarse como calco de un fragmento de la realidad, aunque curiosamente un micro-fragmento macro-dimensionado, es real, pero es afigural, como diría Bataille, porque es molecular, atómico, incluso cuántico.
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Con los avances exponenciales de la óptica y sus aplicaciones científicas, aquí llevamos más de un siglo debatiéndonos si el resultado de esas “nuevas representaciones” ópticas de la realidad son documento o ficción; o si son la verdadera realidad y sus nuevas formas reales o un mero simulacro de la percepción. Una cosa es lo que el ojo humano ve y otra la que no ve. He aquí la cuestión.
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En este sentido, he aquí otro dilema, al menos para mi. No es lo mismo escribir un texto que referencie el desarrollo del lenguaje pictórico o el dibujístico, que hacerlo sobre un arte que desarrolle el lenguaje escultórico. Esto lo digo porque me parece más difícil levantar algo que aplanarlo, representacionalmente hablando. Un ejercicio sintetiza y el otro añade, suma. Uno simplifica las capas de representación y las aligera y el otro las cosifica, las densifica, las complejizan porque influyen muy fuertemente los elementos físicos constituyentes de cada obra en particular, sumándole peso, densidad, equilibrio, visibilidad o exhibición, etcétera.
El lenguaje escultural necesita una constitución matérica que el dibujo y la pintura, e incluso la fotografía y el videoarte, se limitan en muchos casos a la experiencia meramente expositiva, pero fuera de eso, se limita a su bidimensionalidad. No a su materialidad y estructura. Cierto es que hay un camino de búsquedas pictóricas contemporáneas que se esculturizan y expanden al espacio, a la tridimensionalidad o al objetualismo, pero es una evolución desde el plano hacia afuera.
La escultura establece de antemano, sin plano alguno, una relación vinculante de dependencia con ese afuera, para construirse -levantándose desde dentro- como “cosa” que está ahí en el espacio. O siendo directamente sólo espacio que espacios contiene y recrea, exhibiéndolos. Por ello, en este sentido, se me hace epistemológicamente estructural y/o estructuralista. Y esta praxis me hace pensarla de un modo más sosegado, intentando atrapar la sofisticación de su manufactura, síntoma que -por lo general- se me convierte en un misterio.
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Llegados hasta aquí entonces es el momento de acercarnos a la obra del artista grancanario Carlos Nicanor (Las Palmas de Gran Canaria, 1974), el cual entra en una nueva tradición de la Escultura Contemporánea que conecta con una manera de discurrir evitando la obviedad narrativa, mediante derivas simbólicas en las que se enfatiza en el potencial poético de ciertos anamorfismos, cierta re-significación de la visceralidad como modelo de estructurarnos que nos describen más eficazmente que la representación directa y análoga de nuestro paisaje anatómico, una cercanía poética con lo que oculta nuestra epidermis que bien desvela ciertos apegos emocionales que nos convocan a mirar hacia adentro.
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Dicho así, suena hasta sencillo, pero no simple, porque no lo es.
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En ese aprendizaje de mirar hacia adentro, Nicanor tuvo cómplices y tutorías imaginarias. Siendo un joven artista se sintió fascinado por la habilidad de crear objetos escultóricos que no respetasen el canon académico, pero que sí contuviesen una facturación que no denotase mera artesanía, sino un juego de resonancias poéticas, nada azarosas; sino perfecta y meticulosamente elegidas. Por ello halló atracción hacia algunas artistas mujeres de las décadas de los setenta y ochenta que deambularon en el difícil campo de la escultura contemporánea, hasta ese momento simbólico feudo por excelencia del patriarcado autoral, so pretexto de la imprescindible y necesaria “fuerza bruta” del trabajo hacedor de objetos y experiencias escultóricas.
Entre ellas destacaron para Carlos, la singular obra de la austriaca-española Eva Lootz, o la ductilidad de Susana Solano, sobre todo en sus piezas de madera y mimbre, más que sus típicas obras metálicas, las estrambóticas prótesis performáticas de Rebecca Horn, la concepción de una estética visceral de la fragilidad -blanda- de Eva Hesse o Annette Messager, así como el gigantismo de la sobre-dimensionadora Mona Hatoum. Artistas que de alguna forma estaban cambiando las nociones en torno al cuerpo, el territorio doméstico, la sexualidad, las jerarquías. Todas sobrevoladas por ese espíritu rebelde de obscura claridad que significó la vida y la obra de la incontestable Louise Bourgeois. De ella, le encantó la idea de ser la asesina que te deja sin habla, te arranca la lengua de un mordisco y te da un beso. Uno con lengua, con lenguaje de adultos, sexo explícito, y sangre.
Ese contraste oximorónico, paradojal y posible, le dejó hechizado.
Carlos Nicanor
Cortesía Galería Artizar, San Cristóbal de La Laguna
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Esta relación naturalizada con la sangre y la organicidad del cuerpo humano femenino que desarrollaron las artistas mujeres, le abrió la puerta -estéticamente hablando- a repensar el cuerpo como organismo sensorial, o conjunto de órganos como capital simbólico a explorar y explotar.
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Sin embargo, la primera vez que tuve ocasión de aproximarme a la obra de Carlos, fue en su temprana exposición personal Antinatura en la Galería Artizar de San Cristóbal de La Laguna del año 2010, ante la cual, no vi esas referencias femeninas ahora nombradas; sino vi o imaginé otras.
Siendo sinceros, lo primero que me desconcertó fue su juventud, desde mi punto de vista, pensé rápidamente que era un artista de mayor edad, porque la obra estaba “demasiado trabajada”, “demasiado elaborada” para la impaciencia de un arte joven acostumbrado a la velocidad y al espejismo de la virtualidad. Ese fue el segundo impacto, el primero fue la rotundidad constituyente de las obras en sí, su depuración, su hechura, su refinamiento, su materialidad. Su extraña elección por los materiales nobles, primarios: madera, bronce, piedra, tela, hierro o acero.
Mientras el arte de su tiempo estaba siendo influenciado por la tendencia neo-conceptual materialista, explorando incisivamente en la capacidad expansiva de lo post-industrial que marcaría una muestra como Unmonumental en el New Museum de NYC (2008), Nicanor estaba contrayéndose. No expandiéndose.
Más allá del análisis simplista de que es normal que en un espacio galerístico se expongan objetos escultóricos más que instalaciones de corte museístico, las micro-instalaciones de esta tendencia han inundado el mercado del arte como para subestimarlo. Por lo que encontrar a un artista joven que se preocupase por hallar un camino de investigación en el lenguaje escultórico cuyo fin fuese establecer un diálogo directo con un objeto escultórico, era (y es) un lujo. Era (y es) hallar a un purista, en medio de la Era de la Promiscuidad post-industrial y post-medial.
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En cambio, no me pareció un purismo reaccionario que tendiese a alguna pretensión clásica de perfección objetual; sino a su vertiente más contemporánea. La que iniciaron hacedores como el británico Richard Deacon o el estadounidense Martin Puryear (el “gran maestro artesano”, como le llama la crítica internacional). Dos “artistas madereros”, que se han esforzado por diversificar las posibilidades materiales de la madera como elemento significante, dúctil, manipulable, manoseable. Deacon proponiéndonos obras donde los filigranas morfológicos de las anatomías se desnudan y ante nosotros visualizamos redimensionados hacia la monumentalidad un tímpano, un hígado, una amígdala, un ganglio; y Puryear reforestando de restos fósiles un bosque yermo devastado, rehaciendo un paisaje de bellas y misteriosas floraciones que simulan fortificación, enclaves cerrados de una rotundidad presencial epatante, hipnóticos.
De ellos, Nicanor aprendió a enfrentarse a la madera sin temor, de ellos aprendió la valentía para domarla más allá de las clases académicas que recibió cuando estudiante para esculpirla.
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A contracorriente, Carlos Nicanor, se enfrenta desde su temprana carrera al hecho escultórico insistente y concienzudamente a la vieja usanza, con cierto apego a cómo se hacían antes las cosas a cómo se hace hoy día. Optando por la manufactura, la manualidad, la artesanalidad depurada de la exquisitez, más cerca de la tenacidad laboriosa de Asia que del brutalismo animista de África, nuestro continente de al lado, más pegado -sin él saberlo- a James Lee Byars, por lo oblicuo y enigmático que a Jeff Koons o Anish Kapoor.
En un mundo de sujetos extrovertidos, discrepa y se torna introvertido. A su aire. Sin mirar mucho en derredor. Paralelo a una Nueva Escultura Española más cercana a su generación que se decanta por cierto neo-historicismo performático, pienso rápidamente en artistas como Fernando Sánchez Castillo, el Grupo El Perro (actual Democracia), Mateo Maté o Eugenio Merino, o lo contrario, hacia un reduccionismo post-industrial que algunos críticos han denominado falsamente de “nueva precariedad”, como el articulado por Nuria Fuster, David Bestué o Jacobo Castellano, con quienes lo único que comparte es su respeto por la necesitad táctil de lo escultórico, como cierta imperiosa necesidad contemplativa, ultra o supra-sensorial del material.
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Una pragmática -la de CN- que asume la escultura más como lo hace el multidisciplinar artista brasileño neoyorkino Saint-Clair Cemin, con quien además comparte cierto interés por las reminiscencias de las mitologías greco-latinas. Como mismo el cubano José Bedia o el holandés Hans Lemmen, artistas con quienes comparte galería tinerfeña y a quienes ha tenido el placer de conocer, se interesan por los legados ancestrales pre-mitológicos, Carlos se interesa por los vestigios de lo que queda de la cultura fundacional de Occidente, a nivel de construcción poético-mitológica. Quizás porque al ser canario, un europeo ultraperiférico que vive en una isla subtropical, está aún construyendo su discurso identitario y buscar en su pasado le reconforta, le proporciona hallazgos. Pasos desandados por los que aún caminar.
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Sólo que en ese andar, escoge detenerse. Parar para recrear una especie de “ingeniería artesanal maderera”, buscando conectarse con tradiciones pre-modernas y no con citatorios re-descubrimientos post-modernos. Aunque, ya que estamos todo hay que decirlo, sí participa de un refugio ideo-estético apropiativo como crisol de fluidos energéticos, como emanación o manantial de sentidos: El Barroco.
Personalmente creo que poco se ha escrito o estudiado la influencia del Barroco y el nacimiento de un posible Neo-Barroco en el Arte Español Actual. Y ya en caso canario sólo se han hecho investigaciones o especulaciones ensayísticas en torno a lo literario, e incluso para ser más precisos, en torno a lo exclusivamente lírico, en referencia a lo poético como vía escritural; pero poco más. Poco se ha ahondado en la importancia de ese mirar barrocamente, ese vivir desde la dramaturgia trágico-cómica del Barroco, cómo ha dejado una huella fundacional para la construcción de nuestra identidad hispánica e iberoamericana. Poco se ha dicho de cuán barrocos somos todavía. Tal vez esta sea la razón, por la que el misterio y el deslumbramiento del Barroco tanto ilumina el pensamiento de Nicanor. Le sirve de pretexto textural, sensorial, le sirve de reverberación, pulsión de un eco, retombeé -como dijera Severo Sarduy-, evitando la literalidad para sumergirse en lo literario, específicamente en la potencia de lo poético; para desde ahí ensamblar su praxis.
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Desde esta concepción neo-barroca de nuestro presente, Carlos Nicanor se adentra en el arte regalándonos dudas, acertijos, chistes, fugas. Si algo ha caracterizado al pensamiento barroco es esa idea de fuga hacia lo desconocido. Fuga de nuestro enclaustramiento, porque igual necesitamos recogernos para contemplar el devenir a la vez que nos auto-reconocemos frente al espejo, cual Narciso.
En un mundo donde el narcisismo virtual está a la orden del día, Nicanor se desdobla barroquizándose en otro que no es rostro, es hueso, es carnalidad y no cuerpo, es musculatura y no piel, es tensión y no flacidez. O es derrame contenido, paralizado en el tiempo para ser disfrutado como brote y no como caída, y aquí argumenta una metodología perfectamente barroquizadora, por su dualidad coexistente, su búsqueda de oximorones, su poética paradojal. Como si construyera con su trabajo una bellísima cámara de los horrores de Marqués de Sade, nos adentra en lo sensorial desde el peligro, el pinchazo, el latigazo, la bofetada visual, el acolchamiento, la blandura y el desgarro. Y se hace bellamente violento, violentamente bello, grotescamente delicado, delicadeza brutal, un brutalismo delicado, o una frágil solidez. De ahí la vida y la muerte, de ahí, el Ying y el Yang, el Eros y el Tánatos.
Como si el artista desde su temprana juventud hubiese comprendido necesaria mostrar esta visión cíclica de nuestra existencia. Y esa madurez lo lleva a recluirse en su taller como un delicado orfebre con manía de grandeza, como un ebanista inútil que hace muebles afuncionales, únicamente bellos o extrañamente seductores puede que sea más exacto.
Y esa exactitud es la palabra en clave de la habitación del pánico S/M: Arte.
Así se sale de la foto de grupo. Así se hace excepcional. Unitivo, no binario, sin necesidades ególatras de estar auto-representándose porque cuando lo hace se deconstruye, ocultándose, reponiéndose capas y capas de maderas apiladas, juntadas y forzadas a variar su propia morfología para ser esta cosa que nos deja estáticos, en shock, como sacados de contexto, porque uno sabe del tiempo que le ha dedicado, cuando está frente a su obra, su mezcla de artesanalidad y poética cotidiana, con rastros de relatos mitológicos, la hace atemporal, atravesada por el tiempo. Por la Historia, por miles de historias que Nicanor centrifuga y atrapa, enjaulándolas en una escultura.
En un resultado que únicamente me parece simultáneo con el camino escogido por la madrileña artesanalidad rústica de la madrileña Yolanda Tabanera, la poética unitiva del vasco Javier Pérez, la delicadeza ritualística del brasileño Tunga (aunque Nicanor no conocía de su trabajo hasta que hablamos de él), el micro-universo bio-ecológico del cántabro Rubén Polanco, la ruinología post-apocalíptica del argentino Adrián Villa Rojas o la restauración poética de la noción de museo o arqueología ficcional de la francesa londinense Margarite Humeau. Quizás el futuro del lenguaje escultórico sí sea neo-barroco. O al menos, algunos de ellos.
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Encontrando desde esta tenacidad perfeccionista, más japonesa que canaria tal vez, un camino para crear un universo propio que va más allá de los despliegues puramente formales de una estética exquisita, perfeccionista, para invitarnos a entrar en el territorio de una intimidad, un espacio mitológico en plena formación, construyéndose ahora, en este presente, a pesar de estar impregnado de su pasado, de sus saberes ancestrales, fundacionales, todavía mitologizantes, también. Museográficamente la presente muestra insiste en recopilar esas derivas de Nicanor para dar una visión de corpus, y mostrar esta metodología desde una mirada curatorial que no pretende ser retrospectiva pero sí de conjunto, como intento de pequeña globalidad, cerrada como sus propias formas oblicuas, esto es lo que pretende articular como argumento Dile a Caronte que le traigo flores, en un alarde poético de acertar la presencia de la muerte allí donde hay vida. La poética de quien comprende el transcurrir como un viaje eterno, un eterno naufragar y reencontrarse cual atlante o argonauta, isleño a fin de cuentas, a quien la Mar le marca su biorritmo. Captándolo como en espacios que contrae punzantes como simbólico bestiario de lo que somos, cual pulsión. Aquí… entre nosotros desde esa dialéctica impactante de quietud que sugiere, como estado relacional de quietud que se nos impone, como quien se para frente al abismo, como parón precavido del transeúnte ante el barranco.
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Por ello, observo la obra de Carlos tan abismal que me recuerda esa idea de Nietzche de que si miramos demasiado el abismo el abismo nos infesta, nos atraerá, nos hará suyos. En cambio, este abismo se queda ahí, quieto, inquietándonos. Atrayéndonos pero sin la necesidad de que lo atravesemos o caigamos estampados contra su crudeza cartográfica. Sólo como un imán simbólico. Un espejo que despelleja nuestra fisionomía y nos enseña nuestras entrañas aproximándonos a ellas, con el hechizador embrujo de decirnos esto somos. Acéptalo. Tócalo, no te hará daño, al contrario, quizás te sane, o te sirva para algo.
A lo mejor tan solo te sirva para recordarlo, anotarlo en tu memoria como un talismán al que aferrarte, hecho sólo para recordarlo, y quizás con eso nos valga, nos sea suficiente. Habiendo vivido esta experiencia de haber estado frente a “algo” que se llama arte, hecho para sólo ser recordado como un recuerdo al que siempre recordaremos claramente. Con esa claridad que se te revela como una epifanía, como un fogonazo.
Quien se sabe profundo, se esfuerza por ser claro.
Friedrich Nietzsche
Carlos Nicanor y Omar-Pascual Castillo dentro de la pieza Icot, 2020