APOTEOSIS: de cómo hacer
del placer y del placer de pintar, un credo…
(o insinuaciones escritas
sobre los divertimentos erótico-pictóricos
en la obra de Ariel
Cabrera)
Portada de Apoteosis, 2018
Porque
lo importante no es, en ningún caso, que pases a vivir en el exilio, sino que
dejes de hacerlo en tu país. No se trata ya de que te vas a morir en el
destierro, se trata de que no morirás por la Patria. Como si, para alargar la
vida en el poscomunismo, hubiera sido necesario dejar a un lado mi alma.
Soy
un fantasma corpóreo.
Iván
de la Nuez
El
mapa de sal
Un
postcomunista en el paisaje global
I.-
Nunca me
sorprendo cuando un nostálgico, así a bote pronto, sin pudor o sin reservas se
desenmascara mostrando su rostro más ingenuo, cuando dice que: “ya no se pinta…
como antes”. Una frase que es un absurdo desde su mera enunciación porque en sí,
encierra un epitafio mortífero que de un tiempo pasado habla, en ese “antes”,
epíteto enunciativo de un tiempo atrás, como si todo tiempo no fuese un pasado,
una escapada hacia delante que atrás deja una estela. Como si en el ahora el pasado pudiera
repetirse, un imposible, a no ser en un espacio temporal paralelo, pero nunca
en el mismo.
Por esta razón,
no me sorprenden los nostálgicos porque en el fondo son ingenuos e inofensivos.
Con ellos, únicamente hay que mantener cierta vigilancia, no vaya a ser que la
nostalgia se radicalice en reaccionario fundamentalismo canónico, en una
militante “vuelta atrás” como micro-política del poder. Y más aún hay que
vigilar que esa nostalgia no se convierta, jamás, en una macro-política, porque
entonces muta en tiranía estética, en la raíz argumental de un estado de
dictadura.
Por una razón
muy sencilla, el pasado nunca puede repetirse. O puede que casi nunca. Porque
ciertamente el pasado puede repetirse, pero sólo como ficción; por tanto,
siempre será una verdad a medias, una pequeña verdad ficcionada. Una mentira.
Un juego ilusorio. O directamente una ilusión.
A sabiendas de que
toda representación es una ilusión.
[…] el auge de ese nuevo movimiento, (…)
favoreció de un modo algo incongruente el desarrollo de nuevas iniciativas críticas
de la pintura. (…) los pintores que consideramos en este apartado eran profundamente
conscientes de los problemas críticos con respecto a la representación
pictórica, el realismo y la ilusión óptica, y su obra compartía en parte el
tono escéptico del conceptualismo.
Brendan
Prendeville
El
realismo en la Pintura del Siglo XX
II.-
Mark Tansey
regresó sobre las maneras naturalistas de la Academia, para desde esa ilusión
de un tiempo pasado crear otra ficción, en este caso, dentro del lenguaje de la
pintura narrativa. El artista californiano de origen y neoyorquino de residencia
regresó a la narración representacional, pero despellejándola de su sentido lineal,
por incorporarle como añadido envenenado -así como el cobalto y el plomo,
elementales y antiguos componentes químicos de la vieja escuela pictórica eran
venenosos- un relato crítico con la propia historia del arte, o incluso con el
modelo estructural narrativo de cómo crear a través de la Historia, un
territorio ficcional.
En esta brecha
que en el panorama visual de su tiempo Tansey abre, a finales de los años
setenta e inicios de los ochenta, nace en las Américas la Post-moderna Pintura Neo-historicista. Una escuela pictórica y de
pensamiento que en nuestro contexto iberoamericano caló con facilidad pues comulgaba
a modo de episteme, al vincularse a las
filiaciones estéticas de la pintura narrativa, con la revisión histórica de
nuestros discursos de estado/nación, representación y qué debe ser
re-presentado, tradición y vanguardia.
Sin embargo,
Tansey recibió el beneplácito de la palestra pública del arte porque contó con
el eco de creadores de intereses narrativos comunes, no precisamente hiperrealistas, ni pop, conectados con un legado relatador, quienes se sintieron enmudecidos
por la tiranía del minimalismo o el hermetismo post-conceptual. Todos
preocupados por “cómo narrar” -pictóricamente hablando- después del gran Edward
Hopper, o las derivas post-pop de James
Rosenquist, John Baldessari, Ed Ruscha o Alex Katz, o de los británicos Marlolm
Morley, Lucian Freud, Peter Blake, David Hockney, por nombres como Paula Rego, Eric
Fisher, David Salle, Antonio López, Julio Larraz, Komar & Melanid, Igor
Kopistiansky, o Rudolf Stingel.
Un acierto, en
el que no pensamos, ni nombramos a aquellos pintores que se enfrentaron a la
pintura como proceso de conocimiento de nuestro presente en la Era de la
Imagen, o lo que la crítica denomina la “Pintura Post-Fotográfica”[1],
donde el alemán Gerard Richter, se corona indiscutiblemente como el rey, o
mejor, para entrar en un tono más latino, como el Pater Fondatore.
Mas que encomiar al poder, esta
contra-pintura desacraliza, desestabiliza y denuncia…
Suset
Sánchez
Relatos
a contracorriente…
III.-
Siendo así, en
el contexto iberoamericano, este camino abierto por una nueva pintura neo-historicista,
desde la cual se re-visa la tradición para narrar relatos disidentes,
incómodos, no-oficiales, tuvo un significativo eco en el trabajo de creadores
como el chileno Juan Dávila, los mexicanos Julio Galán, Arturo Elizondo y el
tejano-mexicano Ray Smith. Creadores que como dijera Kevin Power esgrimen una “mentalidad collage” para desplegar su
arte en un tiempo de pastiche y
yuxtaposiciones de imaginarios. Yuxtaposiciones de “Eras Imaginarias y Eras
Temporales”, diría Lezama Lima, tal vez.
Y en el espacio
geográfico e ideológico que abarca el diaspórico Arte Cubano, tras los pasos
del maestro Larraz, encontramos una senda andada por la primera Consuelo
Castañeda, el renacentista Lázaro García, el bíblico Miguel Ángel Salvó, los
irónicos Pedro Álvarez, Alexis Esquivel, Ciro Quintana y Douglas Pérez, y el
sarcástico y mordaz José Ángel Toirac, el primer Armando Mariño, el primer
Esterio Segura e igualmente los primerísimos Los Carpinteros (cuando aún eran Alexander Arrechea, Marcos
Castillo y Dagoberto Rodríguez).
En cambio, en el
inabarcable marco (abierto) del Arte Cubano de finales del siglo XX e inicio
del XXI, ese camino neo-historicista, no ha encontrado un creador con tanto
desparpajo como lo es Ariel Cabrera Montejo.
Afirmamos tajantemente
este hecho porque en esta tendencia ideológica de nuestra Pintura hay cierto
fundamentalismo trágico-cómico, tremendista, exageradamente solemne, que deja
entrever el chispeante sentido del humor, el cual se parapeta ahí, detrás de
él, pero no lo arguye como defensa absoluta, no lo utiliza como “verdad a
medias” que lo defiende de cualquier abusiva interpretación del poder. Una verdad
no científica que lo libera, sino únicamente es un ingrediente sumatorio, un
síntoma más, pero no un elemento argumental definitorio. Como si el tremendismo
post-comunista soviético y su sobriedad castrante hubiese apagado nuestras
ganar de gozar, en algunos de estos creadores la seriedad impera en demasía,
desde mi punto de vista. Al punto que torna su obra ciertamente aburrida. A
veces, formalmente genial, pero vacía de gracia en sus relatos.
Cosa que en
Cabrera, no sucede, sino lo contrario. En cierto modo, mantener la tensión
discursiva dentro de la Isla, contra la escritura oficial de la Historia encorsetados
dentro de los normativos sistemas de censura del gobierno cubano, es casi un
suicidio. Por ello, hasta tiene lógica o es comprensible que muchos de los
artistas que inicialmente se preocuparon por estos temas, hayan ido mutando sus
líneas discursivas de interés hacia diatribas más generales, universalistas o
simplemente formalistas. O tendrían que abandonar la utopía de hacer arte en
Cuba.
Para nuestra
suerte en la obra Cabrera Montejo, las fronteras insulares ya no son su corsé;
y las arriendas insulares que realmente lo inspiran están cartografiadas en los
bordes del Hudson neoyorquino de Manhattan.
En este sentido,
quizás, su diferencia (la de Ariel, con el resto de sus predecesores) radica en
que a pesar de que el “sentido del humor” se ha mantenido como mecanismo de
evasión de la censura y el totalitarismo intolerante o como sistema de
distracción del mismo; en muchos casos el humor ha sido sólo una herramienta
más, pero en el de Cabrera es “La Herramienta”. El humor es el argumental desde
el que se construye toda su poética. O al menos, gran parte de ella.
Aquí no es
únicamente humor como sentido, es estrategia estructural, es lo que en buen
cubano se conoce como “La Gozadera”.
El humor es lo
que le permite desacomplejadamente desacralizar la figura del mambí, el rebelde soldado
independentista cubano, frivolizándolo en su ansiedad morbosa por la práctica
sexual, igualándolo al “rayadillo” (el supuesto traidor criollo al servicio del
Ejercito y el Régimen Colonial Español), o al soldado y el oficial español
mismo.[2]
Iguales mientras el sexo los una.
Iguales mientras los una el poder seductor de la hembra más impura, no los
ideales del hombre más puro. Solo el pecado de la carne, los liberará. No el
idealismo. Devoción al credo del placer, divertimento, risa y erotización del
sentido, por antonomasia. Elogio hedonista a la bacanal de los sentidos.
El discurso es un intermediario sobre el
cual se abren “las extremidades” y que está a su vez abierto a “las verdades”.
Doble movimiento que establece a través de la línea (…) una pulsión del
sentido.
Severo
Sarduy
Escritos
sobre un cuerpo
IV.-
Llegados a este
punto, centrémonos en Ariel.
Ariel Cabrera
Montejo, nace en Camagüey en el año 1982, en la isla de Cuba, ciudad donde
estudió arte en la Escuela de Artes para luego trasladarse a la capital
habanera al Instituto Superior de Arte para completar su formación que abandonó
en el año 2006.
Sin embargo,
contrario a los artistas de su generación que tempranamente se propusieron
exhibir una y otra vez desaforadamente, Ariel prefirió la calma, la paciencia
del aprendiz de alquimia de la restauración, de ahí aprendió de manera
autodidacta y con otros colegas, las viejas y antiguas maneras de lograr un
trazo suelto, expresivo, juguetón, agraciado por el temple del tiempo. Como
patinado por el gozo del roce del tiempo. Un deje que “se le nota” porque se
formó como un simbólico y respetuoso arqueólogo pero se fraguó como un
escenógrafo. Por tanto tiene la licencia de tratar la imaginería de la historia
como un restaurador pero argumenta su relato como un crítico dramaturgo, a
sabiendas que todo es mentira, todo es puro teatro.
De ahí le viene
su herencia formal criolla. Heredero del desenfado mestizo del vasco Víctor
Patricio Landaluce, y de la cubana o caribeña luminosidad romántica de Leopoldo
Romañach o Armando García Menocal, de los cotidianos apuntes anecdóticos de Juan
Emilio Hernández Giró o
de la coquetería sensualísima de Carlos Enríquez; de quien parece que Ariel
raptó la fiereza de sus mulatas[3],
esta vez convertidas en Mataharis tropicales,
seductoras espías que apaciguan a ambos bandos del conflicto bélico, embobados
y hechizados por sus encantos sexuales.
Pero igualmente
me confiesa que aprendió lo mismo que en sus años de estudio, los años que
deambuló por las calles de La Habana y Santiago de Cuba buscando joyas
históricas para venderlas en el mercado negro de las antigüedades en la Isla, pinturas,
acuarelas, bocetos, maravillosas obras al temple, en encáustica, sobre tabla,
tela, papel, lo que fuese; pues gracias a la cortesía de restauradores,
tasadores, historiadores y coleccionistas, despertaron una actitud devocional
hacia los maestros del siglo XIX insular, entre los que siempre surgían
misteriosas apariciones (como fantasmas extraviados no sólo en el tiempo sino
también en el lugar, en “el mapa y el territorio”… haciéndole un guiño a Houellebecq)
de artistas europeos o norteamericanos. De quienes Ariel se hizo un fiel
devoto. Un alumno eterno.[4]
Tras una década restaurando y manoseando -en el trajín del lleva y trae del
mercado secundario- con obras de maestros, el hacer de Cabrera se ha impregnado
de ese saber, que ahora en su propia producción fluye de modo natural. Y puede
que esta naturalidad, sea lo que escasea entre sus coetáneos, pero no así entre
otros creadores del lenguaje pictórico más actuales, con quienes Ariel coincide
en ludismos e ideales.
Sólo puede interrumpir la escena alguna
circunstancia exterior a su estructura: la fatiga de las dos partes (la fatiga
de una no bastaría), la llegada de un extraño (…), o incluso la sustitución
brusca de la agresión por el deseo.
Roland Barthes
Fragmentos de un discurso amoroso
V.-
Pienso
directamente en una herencia no americana de Cabrera Montejo, en su herencia
europea. En donde entronca con la misteriosa maestría de los belgas Michaël
Borremans o (la destreza cuasi-cinematográfica de) Rinus Van de Velve, quienes
participan de lo pictórico como un ejercicio de recreación irreal, con tintes
surreales -desde el punto de vista racionalista occidental- y puede que para el
resto del mundo, con dejes mitológico-fabuladores. Como se emparenta con Ariel,
igualmente preocupado por el desliz de lo porno-parlante, el quehacer del
mexicano Daniel Lezama, para nada emparentado con el gigante de las letras
cubanas (José Lezama Lima), pero que debería por su pertinaz insistencia en el
revisitar el mito parodiándolo. Como parodiante es el neo-historicismo del
filipino Manuel Ocampo, que de lo post-colonial, se mofa. E igual puede haber
influenciado a Ariel, o puede que no.
En el contexto
norteamericano, Cabrera Montejo se infiltra en un camino que ha tomado
protagonismo en los últimos años, desde la disidencia de una minoría. En este
caso, desde las producciones artísticas de creadores afroamericanos, entre los
que destaca Kara Walker, Kenginde Willey o Titus Kaphar, un boom que los historiadores y críticos
achacan a la Era Obama, una “tendencia racial”, afrotrasatlántica, de “repensar
la Historia” que tiene su eco europeo en creadores no precisamente pictóricos y
donde los británicos (de residencia y adopción) Yinka Shonibares, Hew Locke o
John Akomfrah lideran una manera vintage
de re-escribir la Historia, o los todavía coloniales artistas boricuas Gamaniel
Rodríguez y Osvaldo Budet, con quienes Ariel comparte su afición de mirar lo
bélico como un significativo registro sintomático o su libertad para deshacer
la seriedad historicista, con una mueca sarcástica.
Aunque cuando
escribo estas palabras me viene a la memoria, en este desliz de la historia
erótica como historia del arte, el destornillante y decadente erotismo
orgiástico del George Grosz exiliado, un creador que otro español, Jorge
Galindo, glosa soterradamente en sus fotomontajes pintados, con quien Ariel
comulga con la intención de ambos de dejar a la vista la manualidad de su collage referencial, frontalmente, como
ataque a la digital tiranía de Photoshop & Co.[5]
Un pensamiento collage que decreta la muerte del autor
con una carcajada. Una carcajada teatral, histriónica, ancestral. De corta y
pega, así de falsa y cabaretera. El collage
primogénito de donde nace lo pintado. Un collage
que es escenificación doble, puesta en escena tautológica… hecho para ser
re-hecho, objeto pictórico. Un objeto pictórico que deja del ser el objeto
oscuro de nuestro deseo y es el objeto luminoso de nuestro placer.
El placer de
pintar cual amante. El placer de mirar cual voyeur.
Mirahueco feliz de nuestra historia,
de nuestros chismes, de nuestro morbo. El placer como utopía, como memorabilia,
como historia, como patria.
Una patria en
paz. No en balde Ariel Cabrera tituló su orgiástica serie erótica La Tregua Fecunda, como llamó José Martí
-nuestro héroe nacional, el apóstol cubano- al período entreguerras, donde se
fraguó el independentismo anti-colonial cubano. Un tiempo donde también creció
mucho nuestra población; con lo cual, la práctica sexual hubo se extenderse así
mismo.
Un tiempo
histórico que Ariel considera el tiempo del relajo, el tiempo del gozo. El
tiempo de la curiosidad, la tolerancia del deseo y lo deseado. Un camino sobre
el deseo de los cuerpos que en las Artes Visuales Cubana ha tenido libidinosa
tradición donde destacan figuras como Servando Cabrera, Humberto Peña, Chago
Armada, Jorge Carruana o Tomas Esson. Todos creadores de una patria donde la
derrochante sexualidad es el sello de identidad nacional.
Una patria
ficticia donde el divertimento anula la tristeza, donde la risa supera el
llanto, la soledad, la lejanía, la añoranza del exilio. Donde la nostalgia es
borrada por la burla, por el choteo que Mañach hizo filosofía vital del isleño.
Donde la ficción supera la realidad y no al revés. Donde lo literario supera lo
literal. Donde el erotismo flota en el ambiente, en la sexualidad de nuestra
flora, nuestra fauna, nuestra literatura.
Qué podría
esperarse de un pueblo que ha crecido leyendo y viviendo la carnalidad de un Paradiso según Lezama Lima (y su famoso
Capítulo 8), o La Carne (descarnada) de René del gran Virgilio Piñera, u Hombres sin mujer de Carlos Montenegro o
La nada cotidiana de Zoé Valdés, y su
viaje placentero al hastío y la soledad de una anti-heroína mujer, una mujer de
carne y hueso; sino este descaro, este libertinaje, este carnaval de la piel,
el roce, el lametón, la mordida.
Aturdido, y aún con irritación
secuestrado, por la diversidad, comienza en el hombre el Eros de conocimiento,
el deseo de conocer, de precisar por la Venus (…), donde él pueda expresarse y
alcanzar el símbolo de su cuerpo en el tiempo.
José Lezama Lima
Tratados en La Habana
VI.-
Por eso no me da
ningún reparo en mantener a distancia a los nostálgicos cuando nos dicen que: “Así…,
ya no se pinta”. Porque para pintar “así”, como ellos dicen, emulando a los
clásicos, a la pintura pre-moderna, hay que ser un maestro. Una maestría que no
encuentras a diario, y mucho menos en un joven artista de tan soberbia solidez,
como lo es Ariel Cabrera Montejo, sin duda alguna.
Un artista que
ha regresado sobre sus propios pasos… al residir ahora en los márgenes del Río
Hudson pero a sus orígenes estéticos, no a sus orígenes patrios.
Para quien como
escribe Enrique del Risco:
“La tregua fecunda es para Cabrera
Montejo otro descanso, otro pacto. Me refiero al que sucedió a la Guerra
Hispano-cubano-americana. En lugar de armisticios y tratados o de cansadas
poses de guerreros, Cabrera Montejo les ofrece el sosiego del sexo. Y en su
diálogo con la historia del arte trae, además de los Valderrama, los Menocal,
los Hernández Giró, a los norteamericanos Frederic Remington (el gran retratista
del Oeste Salvaje a quien el magnate de la prensa William Randolph Hearst envió
a Cuba para ilustrar la Guerra Hispano-americana que estaba a punto de
inventarse), y al no menos famoso Winslow Homer, quien también probó su paleta
en apacibles escenas santiagueras.” [6]
En un nuevo carpenteriano viaje
a la semilla, Cabrera, regresa sobre y con los mambises pintándolos a la manera de
Homer y Remington, no como justiciera venganza post-colonial, sino como
justicia histórica con su ninguneo oficial cubano. Como una manera de escaquearse
-como chichirikú burletero- de toda
cerrazón, de todo adoctrinamiento silenciador.
Un apologético gesto artístico del “buen hacer” de su
admirado estilo pictórico de la Hudson River School, que le obsequia la libertad y el juego. Limpio,
entre adultos, en un juego ancestral, no por ello primitivo, sino primigenio. Como
es de primigenio el sonido gutural de un orgasmo.
El grito de un gemido o una boca
callada por la mano de su amante contra el silencio de la historia oficial
cubana. Una historia que Ariel reinventa, erotizándola, fragmentándola,
haciéndola material maleable, manoseable, acariciable. Lámina intervenida y
quieta que en su quietud no se calla, no hace silencio.
Un silencio que rompe con el suspiro aspirado
de un gemido. Un gemido que destruye el moralismo, lo hace carnaza, piltrafa
seductora que engaña la mirada.
Ahí, anestesiando el sentido, en nuestra
remembranza del deseo. En nuestro deleite sibilino de nuestra imaginación. Una
imaginación que le regala, y a nosotros también, la posibilidad de crear un
puente ficcional entre dos islas: Manhattan y Cuba. Ambas, fértiles tierras isleñas
donde el placer, el deseo, la historia y el arte, flotan en el aire como un contagioso
polen que todo lo impregna. Como un aguacero
tropical, esa lluvia torrencial que cae de golpe y escampa, pero ya te deja
húmedos. Empapados, impregnados de ella. Así como se impregna la carne y el
alma de la experiencia de una apoteosis.
a Kevin,
Ibbae.
Las
Palmas de Gran Canaria, España
Invierno
de 2018.
-->
[1] Aquí hacemos referencia
a el crítico Tony Godfrey en La pintura
hoy, un importante monográfico publicado por Phaidon Libros en el año 2010,
así le dedicaba uno de sus capítulos centrales.
[2] Para alguien que fue
formado en los paradigmas heroicos del post-comunismo, es una osadía
enfrentarse así a la figura del héroe, humanizándolo, haciendo débil ante la
tentación de la carne, haciéndolo laxo ante la moralidad del enemigo,
haciéndolo vulnerable porque el deseo le puede.
[3] Evidente guiño a la
magistral obra del maestro de la Vanguardia Histórica Cubana, Carlos Enríquez El rapto de las mulatas, realizada en el
año 1938, perteneciente al Museo Nacional Palacio de Bellas Arte de La Habana,
Cuba.
[4] Es curioso el hecho de
que mientras el Arte Cubano de los últimos treinta años intenta coquetear con
la contemporaneidad más in extremis, very
very hot, recién salida del horno de las publicaciones a las que tiene
acceso, Cabrera se detiene en el pasado, mira al pasado para encontrarse allí. En
medio de la pornografía, el consumismo, la crueldad de las lejanas noticias
bélicas, la estupidez de los políticos de turno, y la falta de lecturas y de
cultura general; en medio de este vórtice voraz, él regresa al pasado. Un lugar
a donde deberíamos de mirar más, deduzco por su propuesta.
Es como si en medio del reggaeton y la timba cubana y la
chabacanería de sus letras de corte popular, Ariel optara por subirle el
volumen a un LP (así en vinilo no en cd ni mp3) del gran Satie. Burlesco
creador crecido en un burdel. Como si Cabrera cuestionara si la famosa libre
cultura sexual cubana post-revolución, donde el jineteo es el deporte nacional,
quizás no nos viniese de atrás. Y si así fuese relax, no problem. (así, en inglés, para el turista) Como si la decadencia
de las mal llamadas Artes Decorativas, lo salvasen de la debacle del presente.
Un mecanismo perfecto de evasión a fin de cuentas.
[5] Hablo aquí de la serie Fotomontajes Pintados del madrileño
Jorge Galindo que realizó desde inicios de la década pasada y la cual está muy
documentada en su monográfico Jorge
Galindo Elixir, de Turner Libros, (Madrid, España, 2006) de nuestra
autoría.