domingo, 14 de diciembre de 2008

DE CÓMO FLORECE UN CARACOL EN UN CUADRADO PERFECTO

(o… algunas anotaciones acerca de la obra escultórica de Saint Clair Cemin)



El pensador, 2008
Cortesía de la Artista

“La metáfora es esa zona en que la textura del lenguaje se espesa, ese relieve en que devuelve el resto de la frase a su simplicidad, a su inocencia. Levadura, reverso de la superficie continua del discurso, la metáfora obliga a lo que la circunda a permanecer en su pureza denotativa”.

Severo Sarduy
Horror al vacío, en Escrito sobre un cuerpo.

Recientemente, o para ser sinceros desde hace cerca quince años a esta parte, me cautiva la posibilidad cognitiva -léase: la posibilidad de establecer un juego del saber o un goce del conocimiento- en el hecho de hallar en el trabajo de algunos escasos escultores cierto paralelismo resolutivo, en cuanto a redondez y capacidad ilustrativa, discursiva o sugestiva se trata, con la riqueza conceptual de las especulaciones filosóficas o ensayísticas más subversivas del pensamiento occidental de la segunda mitad del Siglo XX a nuestros días. O al menos, aquellas, que a mí, de modo muy personal, me han influenciado en mi lógica reflexiva.

En este caso, hablo o enumero mentalmente algunos escultores que todavía prefieren conferirle el protagonismo de sus obras más al objeto escultórico que al despliegue instalativo como “hecho artístico espacial”, aunque no por ello desprecien dicha expansión invasora dentro de los derroteros derivativos de su producción. Como si en esa “nostalgia por el absoluto” que es un objeto orgánico hecho una escultura, mi visión hallase algo extraviado en nuestro desequilibrado tiempo de percepciones imprecisas.

En este sentido, pienso, por ejemplo, en nombres como Richard Deacon cuando recuerdo a Deleuze y Guattari, y su “cuerpo sin órganos”, sus “organismos rizomáticos”, o en Juan Muñoz cuando pienso en Foucault, y en “su visión de Velázquez”, o en su “sentido analítico del orden como sistema de control”, en Jaume Plensa cuando releo en mi mirada las palabras de Barthes, y su “percepción de la noción de escritura como huella”, o en Saint Clair Cemin cuando anhelo a Severo Sarduy, y su “concepto neo-barroco de lo americano”.

Creo claramente que esta percepción de algún modo discriminatoria, que ilustra a la perfección un “estilo de pensamiento” en el “pensamiento artístico escultórico”, tiene que ver con la resolución de una de las más sencilla, que no simple, ecuaciones mentales que ejecuto cuando me enfrento a una obra de Arte; y es el hecho de preguntarme -maniáticamente- “de qué me esta hablando ésta”.

Lo sé, es un defecto o una malformación crítica discursiva en exceso “asociativa” por nuestra parte, porque el Arte es una de las pocas construcciones lingüísticas que puede darse el lujo de “no hablar de nada”, o incluso, “hablar sobre La Nada”; pero con cierta certeza aprecio que la Escultura, quizás porque goza del juego estructural de la forma como naturaleza innata en su propia existencia, se me hace reveladora, nada misteriosa. O al menos, menos misteriosa que los otros medios artísticos.

En cambio, debo admitir que en el transcurso de cerca de diez o quince años que vengo observando la obra del brasileño-parisino-newyorkino: Saint Clair Cemin, ésta me resultaba extraña. Desde siempre creo que su obra esta signada por la extrañeza, pero hoy día me arguyo a mí mismo que esto ocurre porque de la extrañeza su obra habla, o más que hablar, hace gala, simplemente es.

Ella no se comporta extraña, ya que su extrañeza no es una manifestación fenoménica, no es un ardid, no es un espejismo, sino, la extrañeza es su genética; o sea: ella es extraña.

No obstante, cuando pienso en Saint Clair como un artista “severeano”, no lo hago denotando en Cemin un “deje neo-barroco y americanista” característico del analítico flujo ensayístico de Sarduy, lo cual tampoco estaría demasiado descabellado, sobre todo releyendo los textos relativos al barroco (retombée, reciclaje y voluta), la inestabilidad (erosión, disidencia y escapismo) y el travestismo (disfraz, engaño y erotismo) del escritor cubano; sino lo hago pensando en la escritura o en la poética de Severo, una escritura y una poética evidentemente reflejo de su “ideario neo-barroco”.

Pero lo percibo mucho más, en su “severeano” modo de “ver, hacer y entender la Metáfora” como iridiscencia del orden racional del lenguaje, en su capacidad de trazar líneas de fuga del claustrofóbico universo cartesiano hacia estados de alteración de la tiranía de las formas, hacia lugares comunes donde canibalismo historicista, grotesca sensualidad y densidad hiperreal, se dan la mano de manera ecuánime, en comunión con las zonas de ruptura y continuidad de la Tradición y la Vanguardia; o como “obra vinculante” de la Tradición y la Vanguardia, como “obra nexo”, trampolín o fleje que flota en perenne zigzag sobre ellas.

“Situación de tránsito”, de “puente impreciso” donde justamente se halla la obra de Saint Clair, historicistamente hablando, dentro del contexto de Arte Brasileño y en el marco del Arte generado en las Américas en los comienzos de su andadura, por allá por los finales de los años 70s e inicios de los convulsos años 80s.

Es así como la obra escultórica de Saint Clair Cemin, se me antoja caprichosamente libertina, desbloqueada de toda posible etiqueta, por el mantenimiento paralelo de su velocidad y su densidad; siempre dicotómica.

En un militancia de la dicotomía que la asume a tal punto que la hace fuerza motriz y matriz de su actuar, en tanto ésta le posibilita crear una plataforma operativa, o un modus operandi, desde la contradicción y la contrariedad, donde resulta coherente y manoseable instaurar un diálogo beligerante de: pasión vs razón, pulsión vs control, dentro vs fuera, anatomía vs geometría; o talvez, estaría más bien decir, en este último caso: de una morfología casi visceral, antropomórfica a una planimetría geométrica mobiliaria, como si el cuerpo y su interior (o la animalidad salvaje de la existencia) estuviese siendo domesticada por la mano del artista (o para ser más precisos: su cabeza, es decir: su concepto de “lo escultórico como forma relacional de convivencias posibles”); como enfrentamiento de lenguajes morfológicos binarios que propician una coralidad dual y duelística, de pregunta vs respuesta.

Saint Clair Cemin, pertenece a una generación de artistas brasileños que se vio en la disyuntiva de superar las “impactantes taras ideo-estéticas” de la antropomorfia vanguardista y el concretismo brasileño-venezolano, en contraposición con el Opt Art y el Neo-Plasticismo discursivo de la era Post-Moderna; una generación que se vio necesitada de “volver a narrar” en un contexto post-minimalista; pero… todavía aurático, inmerso en una coyuntura post-conceptual donde “el acto de narrar” siempre estaría medido -bajo la observación de la lupa- por la crítica de la lingüística estructuralista.

Entonces, artistas como Cemin (o como Daniel Senise, su más cercano cómplice en el universo del lenguaje pictórico brasileño), obviaron las exigencias del contexto y establecieron nuevas estrategias estéticas para propiciar estos “estados relacionales”, estas “conversaciones democratizantes” donde pasado y presente convivieran en un territorio de tolerancia, dicotómico pero tolerante y democrático, un territorio cargado de humor, ironía, y sobredosis de placer; donde el hecho de la búsqueda de un “lenguaje diferencial” -escapadizo de todas las “referencias tipos”-, ya fuese motivo suficiente para continuar la acción de hacer Arte.

Por ello, es fácil diagnosticar un cierto “neo-barroquismo” contestatario en su hacer, o un paganismo placentero en sus operaciones espaciales, un regodeo justificado en sus volutas, en sus bucles centrífugos, en sus ondulaciones ornamentales, en sus retruécanos disociatorios, o en sus orlas buscadoras de una sensualidad solimpsística, saturadoras del sentido.

Superficies objetuales donde la planimetría rectilínea de la industrialidad del objeto en sí, es dinaminazada por el giro de su enroscamiento más caprichoso; como si el artista supiera que en cada paso que daba (y da, ahora en el presente de su actuación), estaba (y está) “auratizando” el rectángulo, el cubo, el cuadrado, el círculo, la esfera; “dotando de alma” toda geometría posible que de su cabeza fluyera como figura contenedora de significados, porque este manierismo -epistemológico- de entender la huella como es sesgo de toda una poética, lo trasmuta en un hacedor de huellas que lo convierten en un escultor goyesco, un escultor que “da forma a lo soñado”.

Y sí, han leído bien, he dicho goyesco y no velazquiano; porque creo que allí, en Goya, Saint Clair es donde halla su estado genesiaco -aunque quizás igual deberíamos pensar en Giacometti, o en Brancusi-; allí, en la creación atmosférica oscurantista y misteriosa, repleta de extrañeza a la que Goya desembocaba, casi como un aborto de lo que termina en ser su creación; como si ambos (Goya y Saint Clair) llegasen allí -a este espíritu de “barroquismos objetuales”- por accidente, por mero azar.

Un lugar mental, y luego físico, cosificado en obras, objetos parlantes, fabricaciones escultóricas “contenedores de Cultura” (una de las ideas que desde mi punto de vista mejor grafica “la Es-Cultura”, como un objeto que “cultura contiene”), como construcciones de una irrefutable retadora belleza facturada, donde resulta natural el salto de su elección de un material escultórico u otro… De la cerámica al bronce, del bronce a la madera, de la madera al acero, o del acero pulido al bronce policromado; pues sólo importa cómo ese material resulta grato, amable a la vista, mientras éste cumpla la eficacia metafórica de su contenido, de su significado como “signo cultural”; como dándole esa relevancia al material que sólo un escultor sabe darle como Metáfora (y regresamos a Severo).

Sin embargo, más allá de su pluralidad morfológica, en este “devenir” (como lo plantea Deleuze, como “acontecimiento que transcurre ahistóricamente”), en este desliz que es el hecho de observar una escultura de Saint Clair Cemin hay algo que nos remite directamente a un orden interno de lo observado, a una sólida estructura innata, genesiaca, que cohesiona su fisicalidad como objeto de Arte; y este orden puede que sea “su extrañeza”, su condición de presencia innegable, su status de apabullante armazón (léase: su ontología como certeza que es y está… aquí y ahora), como si Saint Clair, esbozase cada una de sus piezas, tal cual se instaura una omni-estática totémica, un ídolo, un fetiche inyectado de seductora mística, de sapiencia suprema, como si su ornamental sentido exagerado de perla que en joya se convirtiese de modo natural, así lo hiciese porque una joya contenedora de sapiencia es; trasmutando su naturaleza en artificio, en información sensorial que el autor regalase al espectador, como ofrenda. Como si Cemin conociese el poder de saberse “dador” (y estoy pensando más ahora en la metódica poética de José Lezama Lima, que en la Severo Sarduy) de un “espíritu contenido”, retenido en la cosificación de un cuerpo informe que como jaula contenedora de un misterio se manifiesta.

Y aquí, en ese “darse libremente”, en este sentido -casi erótico e hipersensorial- de la entrega, está su más efectiva “estrategia de barroquización”, su “severeana actitud vital”, su juego de seducciones laberínticas que nos atrapan en las redes de su misterio, en su atrayente materialidad ambigua, promiscua, -quizás sexuada entre lo duro y lo blando, entre lo masculino y lo femenino, entre lo dador y lo receptor-; aquí está su hechizo, en su obligatoria directriz a practicar una mirada empática con su “estar ahí”, su “aquí estoy”. En su omnipresencia, inevitable.

Donde el espectador se enfrenta a una circunstancia imperativa de: “me tomas o me dejas”, como mismo lo hace la desfachatez de un desnudo, sin embargo en ella un desnudo no hay; más bien hay un ocultamiento del desnudo en el deseo de que exista. O mejor: “sólo hay deseo”, no hay cuerpo, sólo provocación, insinuación sugerida, puro erotismo. Si comprendemos el erotismo como una maquinaria que simula y evoca el deseo sin hacerse evidente, sin hacerse tácita; pero siempre haciéndose presente, instancia que “ahí está”.

Así de tajante. Así de clara, así se dominante, es -sin más, sin remilgo alguno- su obra. Como si en su imponderable presencia su escultura siempre nos obligara a elegirla, o ha rechazarla; como si no nos diera otra opción, como si nunca nos dejara hacerla pasar desapercibida, como si nos exigiera a mantener con ella una relación de plena posesión. Aún cuando esta elección o este rechazo sólo se limite a la razón contemplativa de apreciarla, al acto mismo de “hacerla nuestra con la mirada”; pero igual… como si en este gesto vouyerista la obra nos invitara a tocarla, a olerla, a tocarla, a “hacerla nuestra con todos los sentidos” que en el acto mismo de percepción de ella misma participan.

Y este es uno de sus grandes poderes, una de las derivas no racionales, sólo implícitas de su Poder.

Como si estuviese oculto, encubierto, disimulado, en la escultura de Saint Clair un espíritu dormido -enfriado y/o congelado- de “lo panhumano” que lo superara, un espíritu que lo envuelve y nos envuelve como hecho artístico al enfrentarnos a él, como un embrujo; y este espíritu, este don seductor, nos estuviese susurrando versos en una voz apenas perceptible, como si canturreara románticas canciones de sexo y agonía, intimísimas historias de amor y desamor, de compañía y soledad, en una voz baja, en una voz humilde, tímida pero madura, firme en su autoreconocimiento de sí misma, conciente como nadie de su propia ontología; como si se disfrazase de forma objetual el murmullo de un riachuelo que de su viaje montaña abajo, montaña arriba nos hablase; como si allí… en la esencia misma de lo que en verdad representa, estuviera su condición de incógnita, su eterna voluntad inatrapable de incertidumbre abrumadora.

Pues, estas obras, todas aquellas que de Saint Clair conozco, no representan obviedades, sino “estados vouyeristas del ser y del objeto”, metáforas de ellos, vestigios de su espíritu, espíritu mismo de lo que en cada sentir se experimenta.

Es por eso que sus obras nos coadyugan, nos poseen, nos hacen suyos hasta que no descifremos cuál es el sentido de “su extrañeza”; y ese espíritu es un juego del lenguaje, es su control perverso de la Metáfora, su sentido sustitutivo de lo real, por una mutación emocional de nuestra percepción, o al menos de lo que en nuestro conocimiento lo real, es. De ahí su aparente pasividad objetual, su calma o resaca interior, el velo que lo disfraza como “cosa que sabe lo que es”, cosa que se auto-reconoce, un auto-reconocimiento que es hacia adentro, introspectivo, giratorio pero hacia su propio fluido sub-consciente, testigo de su propia deformidad, conciente de su temperamento dual, polarizado; como si fuese el nacimiento milagroso de un caracol de bello nácar en un cuadrado perfecto de metal cristalizado, …tal vez -y únicamente- eso, como un milagro.

Granada, España
Marzo-Mayo, 2008.

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