Arnaldo Roche Rabell conversando con Alvaro de Benito
en la inauguración de su muestra en el CAAM, Marzo de 2015
ARNALDO ROCHE
En azul: señales después del tacto (frottages)
a Walter
por su tesón
Casi todo, en una diáspora, está diseñado
para zozobrar.
Iván de la Nuez
Mapa de
sal
1.-
La pintura es
siempre algo cercano, ella por el modélico sistema desde el cual se fabrica es
siempre una experiencia próxima, casi privada. Incluso cuando hablamos de obras
de grandísimo formato (aquel que en el lenguaje del mercado del arte se
denomina: “de museo” porque sobrepasa la probabilidad espacial de lo doméstico) hay en su hechura una proximidad
exagerada, los artistas/pintores que trabajan grandes formatos se abalanzan
sobre los soportes que soportan sus obras, se lanzan sobre ellos, se deslizan
como verdaderos acróbatas sobre sus pinturas[1],
y el resto, trabaja desde la cercanía casi miope de sus detalles, de sus
artificios para hacerla una trampa visual, una carnada que nos haga morder el anzuelo
de nuestras retinas. Este juego de representación, subjetividad, sugerencias
poéticas o fórmulas atrayentes para la mirada ha hecho de la Pintura un
ejercicio de fascinación universal. De hecho, casi todas las pinturas que
realmente “funcionan” por decirlo en el argot del discurso crítico, en la
historia del arte, cuando la ves directamente, en persona, te preguntas: ¿cómo
están hechas?, ¿por qué están hechas así? Y no de otra manera, y así… hasta
creársenos un bucle infinito en nuestro intelecto y la pintura nos atrapa para
sí, nos hace de ella, nos embruja con la vacuna de la incertidumbre.
2.-
Arnaldo Roche
Rabel puede que sea uno de los últimos artistas del contexto iberoamericano que
conoce estás relaciones de cercanía y distanciamiento de cómo se hace la “gran
pintura”, pensada ésta como nos indicaba que deberíamos de enfrentarnos a la
Pintura Barroca el maestro Eugenio D´Ors; así como una relación contemplativa
de miopía e hipermiopía recíproca. Y digo esto, de manera tan tajante, porque
su relación con el hecho pictórico viene desde una sincera introspección que se
visualiza a través de una actividad confesacional, en tiempos en los cuales el
desdoblamiento de nuestro ser para la construcción de un paradigma teatral es
lo que impera como práctica social generalizada, con lo cual, su naturaleza
confesacional lo trasmuta en una excepción.
Nacido en Puerto
Rico pero formado en Chicago, ciudad en la que estudió y vivió durante años,
Arnaldo por una condición descentrada (no estaba en New York, ni en California,
ni en Miami, léase: el exilio natural de “lo latino” en Estados Unidos) se ha
distanciado de las carreras artísticas promovidas bajo la égida del “Arte
Latinoamericano”, para convertirse en una rara
avis, un animal incómodo, fuera de juego, dislocado de su focalidad
natural, lo cual le dio una independencia relativa que le ha procurado una
producción mucho más libre.
Una carrera de
algún modo más pausada, con un tempo
que ha estado mucho más ligado a la investigación en las formas que le han procurado
una identidad que se distingue como acierto final reduccionista de una suma
totalizadora de hallazgos. De ahí viene, entonces, que sus proximidades estén
más asociadas a un infatigable Leon Golub -con quien tuvo una cercana
relación-, o a la nueva generación de artistas post-expresionistas alemanes
afiliados hacia lo grotesco, en un momento en el cual el esteticismo
fotográfico tomó el protagonismo a escala internacional. Y desde las
intromisiones historiográficas de Mark Tansey, a pesar de que ambas obras
distancian muchísimo una de la otra; las preocupaciones de Tansey sobre la Historia
de la Pintura y las maneras de enfrentarse al soporte desde las técnicas del
grabado clásico y desde el frottage,
lo acercan a Roche. O viceversa[2].
Ambos cuestionándose
directamente la capacidad narrativa de una Pintura que se niega a la obviedad
de la representación y que apuesta por la construcción de un relato simbólico
de corte mitológico, el primero de ellos, Mark, enfocado en cómo se gestó la
construcción del “Mito Americano”, y Arnaldo, percibiendo su trabajo como el
resultado de una deriva de sí mismo que lo salva de toda grandilocuencia, de
toda vanidad humana, de toda locura, y lo refugia en la construcción de su “ser
insular”, su ser de Isla.
3.-
Desde esta
noción de hombre-Isla, léase: isleño, y tras los devastadores y traumáticos
sucesos del huracán Catrina y del Tsunami asiático del primer lustro del
milenio, la obra de Arnaldo dio un giro monocromático, un giro en el cual el
color azul toma una dimensión más que simbólica, histórica o casi épica.
Una década
después de esta radicalización estética, En
Azul: señales después del tacto (frottage) es primera muestra individual en
un museo Europeo, muestra en la que se recopila una selección de obras que el
artista ha trabajado en estos años en torno a cómo el azul-mar-agua invasora
y/o bautizo sagrado, nos signa.
Siendo así, este
proyecto expositivo -tras su muestra Azul
comisariada por Liliana Ramos en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) de Puerto
Rico, en San Juan- el primer acercamiento a su última producción de quien es
posiblemente uno de los creadores puertorriqueños de mayor prestigio nacional e
internacional, quien esta vez habla desde una perspectiva nuevamente
universalista.
Esta distancia temporal
nos ha dado la cobertura necesaria para intuir cómo Arnaldo ha re-evaluado lo
que antes era una revisión mitológica hacia una reconversión del mito de un
modo más íntimo.
Si bien la obra
de Roche primeramente tuvo connotaciones narrativas mitologizantes, en las
cuales revisitaba la historia del arte a través de sus mitos, ahora… desacraliza el mito convirtiéndolo en
narración cotidiana, en fe hecha relato natural socializado, aún cuando este
socializado a través de un eterno autorretrato.
Sobre el recurso
del autorretrato como leit motiv
muchos artistas han debatido la falacia egocéntrica narcisista que se argumenta
como una vanidad potencialmente rentabilizable según el discurso crítico, al
argüir que haciendo uso del mismo como proceso de introspección en tanto el
retrato (siendo el autor) se desdobla de sí y se proyecta como espejo de los
otros.
Para ser
sinceros, en el caso de Arnaldo, creo que trabaja desde el autorretrato para
articular una oportuna combinación teatralizadora de ambas posturas; por un
lado, la netamente narcisista de auto-reconocimiento ante el espejo y la de
mejor modelo para argumentarse espejo de los otros.
Por ello, el
azul.
El azul es el
tinte del azogue del espejo.
El tiente que
tiñe toda la realidad del isleño.
La invasión
espacio-temporal del cielo y el mar al unísono.
El azul anula el
sentido de mapa. O hace el mapa una abstracción abrazadora, que quema (como “hielo
que quema”, esa metáfora fría del agua congelada que tanto me gusta y cito) y “abraza” (de abrazar), arropa, envuelve.
En un principio
su visión del color relativiza la realidad saturándola, dotándola de una
sobredosis ultrasensorial que barroquiza como si hubiese leído muchísimo a
Alejo Carpentier y sus divagaciones sobre “Lo real maravilloso” o de Severo Sarduy
sus fabulosos “Ensayos generales sobre el [Neo-]Barroco”, hurgando en la
construcción de nuestra identidad caribeña como una posible mitología
diferenciadora, sumatoria, inclusivista.
4.-
En este orden de
estrategias, Roche se emparenta (posiblemente sin él saberlo) con otros dos artistas
del Caribe quienes de manera simular emulan con las especulaciones
literarias/antropológicas de cómo se construye nuestro ser, entroncándose con
los saberes ancestrales de mitologías religiosas ancladas en nuestras islas;
hablo del haitiano Eduard Duvall-Carrie y el cubano José Bedia, ambos
actualmente residente en la cálida Miami.
Solo que a
diferencia de Bedia y Duvall-Carrie, quienes profundizan en fabular
ilustrativas “propuestas de alfabetización” (como dijera en broma Bedia
refiriéndose a la incultura de Occidente de nuestras “populares culturas
primalistas”) de cómo son los cultos afroamericanos transtlánticos del antiguo
Reino Vudú (según EDC) y el desmembrado reino Kikongo (según JB); Arnaldo opta
por intentar comprender el enraizamiento en nuestra cultura insular de la
religiosidad judeo-cristiana.
Como quien se pregunta
constantemente cuál es el sentido de su existencia ante un Dios (siempre
enjuiciador y todopoderoso) en los tiempos de los incrédulos, Roche Rabell se
enfrenta al arte en un diálogo abierto con su fe.
Una fe que -según
el propio artista enuncia- lo salva de la locura, lo salva del pasado, de la
tristeza, del dolor, del desgaste cotidiano del acontecer, propiciándole el
argumento para una obra que lo trasciende y se le escapa.
Una escapada,
fuga o escaramuza que iguala su existencia a la presencia permanente del agua
en la vida del isleño.
Como si Arnaldo
Roche Rabell debatiera “una conversación inconclusa” (esa manera en que Stuart
Hall define la construcción de la identidad, que recientemente Octavio Zaya nos
recordó) con la poética de Virgilio Piñera y su “peso de la isla”, su
carcelario sentido del mar como regalo/castigo, donde es el azul el lugar/color
donde el tacto de su físico le recuerda que está vivo.
Aquí en este
presente y no otro. En esta dimensión territorial y no otra.
Para desvelarnos
allí donde la belleza se asienta como una mirada autocritica desde un hacer
desde-y-mediante la proximidad, desde la cercanía carnal de las cosas, cómo el raptado
espíritu de ellas se hace cosa artística, cosa imperecedera, que la pintura
momifica y deja estancada como reliquia.
Anclando ante
nuestra mirada las huellas de su tacto, hecha obras, trazos, trocitos de óleo
recortado, rayonazo rasgado al cromatismo, oleaje que te salpica el
rostro, olor que inunda el sentido
húmedo casi sexual de nuestro ser, grito dramatizado que se contiene y ríe.
Un dramatismo
(gestual y narrativo) que igualmente lo acerca a otro creador igual cercano a Golub
e igual fuera de toda “nomenclatura exótica latina”, hablo de Enrique Martínez
Celaya, o de un creador mucho más joven que ambos, como Hernan Bas, los tres
cargados de una intensidad dramática que rebasa la tabula rasa de las simetrías
austeras del clasicismo, yendo hacia un lugar simbólico donde lo pictórico,
supera lo real.
Sólo que
mientras ellos insisten en regresar a una pintura íntegramente gestual y
autoreferencial, Arnaldo se adentra en una especie de "decalcografías pictóricas" que sólo me recuerdan las decapaciones del ya nombrado Mark Tansey, o los yuxtapuestos
re-pintados de Jasper Jonhs.
En un lascerante
esfuerzo por dejar su Pintura como un “registro casi fiel”[3],
pero ficcionado -como toda obra de arte hecha lenguajes- de su visión del universo.
Un universo, que
a pesar de la diáspora, se niega a zozobrar.
Y
definitivamente, si aquí estamos, lo logra.
Las Palmas de Gran Canaria, España.
Diciembre de 2014.
[1] Todos tenemos en nuestra memoria (de
ávidos observadores o estudiosos del arte) las imágenes de Jackson Pollock casi
dejándose caer sobre sus telas horizontales, regándolas con sus drippings, por citar tan sólo un
ejemplo.
[2] A pesar de que esta sea una perspectiva
muy personal nuestra que nunca hemos dialogado con el artista.
[3] No en balde no sólo modelos humanos ha
frotado Arnaldo, también objetuales, automóviles, mesas, sillas, floreros,
cómodas, repisas, marcos, adornos varios, como si el artista no estuviese
argumentando una “cartografía arqueológica del sentido del tacto”, diciéndose
esto yo lo toqué, lo tuve entre mis manos.
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