jueves, 14 de agosto de 2008

BETSABEÉ ROMERO: BORDÁNDOLE LOS OJOS AL PAISAJE

(… o de cómo definir nuestra cartografía a través del roce)



Todo lo que brilla es verde, 2007
Instalación en México DF

Hace cerca de diez -o quizás trece- años tuve la suerte de acceder por primera vez a la obra de la artista mexicana Betsabeé Romero; recuerdo que guardo con agrado pues desde ese primer encuentro, ella “sedujo mi atención” porque desde mi insipiente referencialidad de aquel entonces, su obra me parecía ser una de las pocas que en el contexto americano entraba a dialogar -así… “desacomplejadamente”- con los recursos neo-historicistas y post-urbanos que en la plástica cubana de aquellos mediados noventas, estaba tan en boga. Síntoma el cual me pareció una rareza, y, por supuesto, una feliz coincidencia .

Sobre todo porque en sus tempranos inicios estaba tomando un pujante protagonismo internacional cierto neo-conceptualismo ascético, post-minimalista, escueto en recursos, racionalista en exceso, de un cartesianismo demagógico adoctrinante, donde la razón se imponía a toda posible pasión manifiesta, o más bien contra todo lo que significase “hechura, manualidad, oficio”; el cual de algún modo ha marcado uno de los senderos más trillados y tiránicos del Arte de los últimos veinte años hasta nuestros días, de dentro y fuera de las Américas; ante el que Betsa, como le llaman sus amigos, era -desde ya- una opción disidente. Y disentir, definitivamente, -está de más decir- que es, desde que tengo uso de razón, mi mejor opción.

Pero cuando digo que su “relación dialógica” con la metodología revisionista del neo-historicismo era “desacomplejada”, lo digo porque lo que realmente me sedujo de Betsabeé fue el hecho de que asumiera su condición de “ser una mujer” y “una mujer mexicana” desde una alternativa identitaria que reconocía en lo popular su fuerza motriz, desde un simbólico mecanismo de activación del sentido en aquello que como “mexicana” le tocaba vivir. Lo que significaba (y significa hoy todavía) vivir en un presente post-urbano, reciclante, cargado de memoria, pero extremado en su experiencia sensorial de lo que se experimenta como vida. En una vida llena de contrastes, de colores y de sabores intensos. Como si en sus tempranas intervenciones ella buscara “sensibilizar” (auratizándolo) al paisaje con el que le tocada vivir cotidianamente, sin que este acto resultase ex profeso una “cursilería barata”, sino más exactamente un “gesto de bondad”, una domesticación -en el sentido literal- del territorio. Un paisaje donde tenía que colindar con la realidad de una de las ciudades más pobladas del mundo, una de las ciudades más estratificadas y jerarquizadas por el poder falocéntrico, una de las ciudades más provisionales, improvisadas y violentas del universo occidental. Una ciudad que gritaba a plena voz que necesitaba ser “re-tratada”, “re-presentada” a los ojos del juicio cultural que hace el Arte mediante el relacional placer estético. Ese placer que se detiene en el acto del nexo como su esencia misma, en su gesto apreciativo, en su instante analítico.

Pues bien, en medio de este contexto de vorágine y velocidad, nace su obra como una bocanada de oxígeno, una inyección esperanzadora que busca la belleza allí donde no está, como si con su Arte le diera un poco de adictiva morfina a un animal que estaba adolorido, por el atropello de la Modernidad. Pero, como si cuando lo hiciera también estuviera inyectándole la vacuna de su propia rabia, la hiel de su veneno. Porque ahí en el reconocimiento de lo que se es, cuando se es un animal herido, es cuando mejor se curan nuestras llagas.

Por otro lado, historiemos un poco, pongámonos en contexto.

Mientras Occidente perdía su tiempo mirando con nostalgia hacia su derrotada decadencia para intentar buscar en ella un planteamiento que sobreviviera a la crisis del Sujeto del Post-Modernismo como escuela de pensamiento, una “nostalgia del absoluto” (como diría Steiner) que más que dudas fértiles generó opacos silencios, complejos de culpa, e impuestos fracasos; el universo no-occidental generó desde la primera mitad de la década de los sesenta y consolidándose como “propuesta de alteridad” a inicios y mitad de los ochenta, a un grupo de creadoras que “desacomplejadamente” miraban hacia sus “raíces culturales” (es decir: hacia el “estratos sedimentario de sus identidades”) como fuente inagotable de replanteamiento de la existencia y de su “saber existir” en éste… su presente histórico.

En este sentido, dignos son de mencionar los nombres de Ghada Amer (Egipto), Shirin Neshat (Irán), Mona Hatoum (Líbano), Marta María Pérez Bravo y María Magdalena Campos (Cuba), al grupo Guerrilla Girls, junto a Pat Ward Williams, Amalia Mesa-Bains, o Faitn Ringgold (EUA) o Marina Abramovic (de la extinta Yugoslavia, actual Rep. Serbia); joven tradición donde se insertó de golpe y sin ninguna situación antagónica la obra de la mexicana: Betsabeé Romero.

Lo curioso en esta dirección, es que si bien algunas de estas artista mencionadas optaron por considerarse “abanderadas de un Arte Genérico”, que apostaba por redefinir las relaciones de poder que la Historia falocéntrica instauraba como diatriba dominante para hablarnos de la “experiencia del cuerpo femenino”; Betsabeé optó por una estrategia todavía más aguda, desdoblando su subjetividad (o sea: su ego, su yo, su sujeto) en el Afuera (Foucault siempre en mi memoria), en los “objetos que el Afuera nos obliga a escoger como nuestro lugar de vida”, nuestro territorio vital en la sociedad contemporánea, nuestro novísimo espacio doméstico-domesticado; he hizo de la carretera su lugar.

Y cómo lo hizo, “dulcificando su existencia”; manoseándola mimosamente con la belleza rutinaria de la mirada de la tradición artesanal femenina, que ahora adornaba nuestra mirada, como siempre lo ha hecho, son su sólo hecho de “estar presente”.

Una estrategia de sutil inteligencia emocional que ahora violentaba la crudeza de lo real, con la presencia tácita del adorno de lo heredado, como presencia de la feminidad que da sentido a lo bello.

Y he aquí el sentido dialógico, siempre interactivo de su quehacer. En ese estado de conexión, el cual hace que esta relación conversatoria (dialógica) siempre parta o se inicie de la reciprocidad con el entorno. La misma relación primaria de “hacer nido” que hace la “hembra animal” con su entorno hostil, su violento entorno de machos voraces.

En cambio, eso no significa que Betsabeé deseche lo andado por el llamado “Arte Femenista”, arte que yo personalmente prefiero llamar “Arte hecho por Mujeres”; primero porque no todo el arte hecho por mujeres es feminista, ni todo el arte genérico derrocador del poder fálico es hecho por mujeres, igual está el arte gay, o el arte hecho por transexuales, etc…; e incluso el OutSide Art, ya es pura disidencia falocéntrica, cuando se opone al poder logitificador del falo; y segundo, porque igual existe un “Arte hecho por mujeres” que precisamente no apuesta por lo binario, sino por lo unitario, lo unitivo; un Arte que no propone una oposición militante, sino, únicamente es. Segmento estratégico donde creo se incluye Betsabeé Romero, por el sentido sumatorio de su hacer. Pero cuando decimos que Romero no desecha el “legado feminista” lo decimos porque bien sabido es que de una certeza hablamos cuando decimos que fue el discurso feminismo y no otro, quien colocó en la palestra pública del Arte Contemporáneo: “la artesanalidad femenina, la manualidad de la mujer, la restauración de la memoria doméstica, la estadística de los sentidos, el solipsismo y el neo-barroco reciclante como un don artístico”, como un legado a tener en cuanta, en nuestra contemporaneidad. Legado que ella hace suyo. Y sí, fue el feminismo o para ser más exactos, el “Arte de Género”, quien se cuestiona la valía de todos estos senderos del sentir, más allá de la racionalidad machista, como experiencia estética; y Betsabeé se aprovecha de ese legado y lo hace suyo, lo incorpora a la sistema. Y lo hace, partiendo de su estructura revivificadora del paisaje. Una importante herramienta de su mecanismo de refuncionamiento del sentido, mediante el cual su Arte activa una nueva mirada hacia el paisaje.

Llegados a este punto, es el momento de “hacer ver” cómo Betsabeé Romero “revive y/o despierta el sentido” en el sin-sentido paisaje post-urbano. Desde mi punto de vista, lo más inteligente de la obra de Betsabeé, en esta dirección, es como la desnacionaliza la obra de Arte, como la torna pulsión, brote floral, poética neo-romántica hecha objeto, sin otro valor que el de su melodramática emotividad vuelta flor de piel; y en esta valentía está el hecho de saber usar el ready-made para fines puramente estéticos, unos fines que desdoblan, o debería decir que se desentienden de su valía argumental, de su discursividad conceptual filosofante, de su rigurosa pretensión verbalizante, antropo-ego-céntrica, se olvida de su literaturalidad explícita; para hacerla simplemente contenedor de enunciados, signo de identidad, manifestación de una huella, verso hecho cosa, cosa versificada, lindificada gratuitamente.

El ready-made, todos estarán de acuerdo, es el nom plus ultra del carterseanismo de la modernidad falocéntrica machista, donde el yo, el ego varón designa que este objeto X, ahora es dotado de valor estético cuando lo re-constituye en objeto-Arte al descontextualizarlo y reconstituirlo en objeto ahora culturizado, objeto que ahora narra, cuenta un relato, en el campus de lo artístico. Pues bien, Betsabeé Romero, esgrime un grieta en ese “uso -racionalista- del objeto” que luego es re-ubicado dentro del circuito artístico, cuando primero, no los recicla para resignificarlos con valor añadidos de discursividad filosofante, sino, los significa sólo con instaurar en ellos una huella más intrínseca de la que ellos manifiestan, la huella de su pasado real; segundo, restándole el valor discursivo a ese contenido anexo, y dándoles sólo el condicionante represivo del adorno, el gratuito regusto de una cultura que para salir de su pobreza adorna la falsedad de su fealdad con un falso oro, una falsa brillantez, un falso esplendor que ahora anhela.

Y aquí ejecuta una de las operaciones sustitutivas típicas de la cultura del kitsch y la cultura popular, que tanto me fascinan, y es aquella que recicla aquello cuanto anhela ser, superando su naturaleza hacia un nuevo nivel de belleza, una belleza más a mano, donde el adorno triunfa como panacea. Donde el adorno “afemina” (por no decir: trasviste, disfraza, oculta, disimula, pensando como lo diría Severo Sarduy) la crudeza del caucho, ablanda la dureza del capot de un coche, mitificándolo, haciéndolo poseedor de una leyenda, un mito, una creencia, y reblandece la fortaleza de un coche abandonado, y lo domestica y hace nido; nuevo espacio vital y móvil -“tuneado” de ductibilidad táctil- que ahora se eterniza como Arte.

En este misma tesitura, podríamos decir, que como segunda curiosidad, percibo mucho más próximas las metódicas analítico-creativas de Betsabeé Romero al quehacer algunos “artistas fetiches del falocentrismo occidental”, que al trabajo de alguna de estas creadoras antes mencionadas; por ejemplo, pienso en el trabajo “redimensionador del cartel publicitario” de Richard Prince, en la “burlona y desenfadada estética decorative” de Jeff Koons, o el “sarcástico manierismo” indicativo de la presencia de las drogas en las culturas universales, desde un pretexto decorativo, pero con ínfulas antropológicas y/o etnográficas de Fred Tomaselli; cuando observo algunas de las maneras en las que la artista hace “uso de lo pop” para conectarlo y emularlo con “lo higth”; quebrando sus fronteras. Sólo que en el caso de Betsabeé, Pop no es: Consumista Cultura Anglosajona; sino: “Cultura Popular” (así en mayúsculas)… allá a donde vaya. Otro paralelismo analítico-metodológico que -dicho sea de paso- la separada de toda posible “militancia feminista”, o más que separarla, la hace trascender dicha militancia.

Sin embargo, disculpadme la pedantería anterior, el “irme por las ramas del árbol en vez de hablar de su raíz”, en un exceso de verborrea, pero después de escribir semejante afirmación debo desmentirme; porque lo que en verdad creo que hace grande y rotunda a Betsabeé Romero como artista, y lo que la hace recíproca, y dual, y unitiva, y reciclante, y ecológica, y firme, y rotunda, y única… es su muy modo de amar y respetar todo lo que hace. Su explícita manera de manifestar que todo cuanto toca, es filtrado por la mano del amor, un amor excesivamente respetuoso y celoso, con la cuna de donde nace: el “Saber Popular”. El mismo amor que impulsa la pasión de un antropólogo por realizar un “estudio de campo” en una comunidad determinada . De ahí que sea la base ética que marca el signo meticuloso del “investigador de campo” lo que desterritorializa su obra, y hace que lo mismo “sea funcional y efectiva” en la India, en Tijuana, en New York, en Shangai, o en Sevilla. Más allá de los “mexicanismos”, y -por supuesto- más acá de ellos también.

Quizás, porque Betsabeé asumió que ese entendimiento de cómo la ciudad del México D.F. necesitaba “a gritos” ser “re-tratada” (o sea: “vuelta a tratar”) era una necesidad afectiva, sólo plausible desde la caricia maternal, sobre protectora, embellecedora, el roce vibrante de la mujer. La mujer que es su base sostiene esta vertiginosa ciudad, la mujer que está en el raíz que fertiliza la cultura que sostiene esta laberíntica, intrincada y mítica ciudad. Y aquí es cuando todo lo que toca Betsabeé Romero se tropologiza, es decir: se hace axioma poético. Y con ese sentimiento poetizante humaniza todo aquello que toca, y funciona, aún cuando sea a veces una cruda poética beat, urbana y de olor a asfalto quemado, en un mundo de decadencia natural y con un ecosistema en plena debacle, ésta funciona como un antídoto, sanando todo paisaje que roce; cuando lo “sensibiliza”, …barroquizándolo, dotándolo de alma. Un alma que para colmo de bienes, es definitivamente portadora de una vacuna medicinal: La Belleza. Tal vez una “belleza callejera”, pero belleza al fin y al cabo. Y ahí está su mejor valor, en su sinceridad bondadosa, dadora de erotismos insospechados, seductora al máximo, apaciguadora de bestias con el don de lo bello. Una belleza que en este caso, aún cuando parezca exagerado decirlo, es casi mística, hipersensorial, transcultural, atemporal y perenne.

a Ramis
por ser el primero
en “enseñar a ver”
por los ojos de Betsa.


Granada, España
Verano, 2008.

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Una coincidencia que años después sólo emularía mi mirada crítica con el quehacer del también mexicano Daniel Lezama, todo hay que decirlo.

Y a propósito, ya que estamos en plan “Harold Bloom y su angustia de las influencias”, citando posibles relaciones referenciales: en esta misma sintonía de respeto y amor hacia las Culturas Populares, o Primalistas; se mueve la obra de otro artista con el que he trabajado mucho, y al cual Betsa admira, hablo de José Bedia; quien como la artista en más de una ocasión ha sufrido el desprecio del discurso crítico bajo la justificación de la necesaria nulidad identitaria que la Era de la Globalización impone como Nuevo Colonialismo Neo-Conceptual del Hombre-Blanco; porque “su obra resulta demasiado telúrica, demasiado cercana al sujeto de estudio de la Antropología”.
Complejos aparte.

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