miércoles, 11 de marzo de 2015



Arnaldo Roche Rabell conversando con Alvaro de Benito 
en la inauguración de su muestra en el CAAM, Marzo de 2015



ARNALDO ROCHE
En azul: señales después del tacto (frottages)

a Walter
por su tesón


Casi todo, en una diáspora, está diseñado para zozobrar.
Iván de la Nuez
Mapa de sal

1.-
La pintura es siempre algo cercano, ella por el modélico sistema desde el cual se fabrica es siempre una experiencia próxima, casi privada. Incluso cuando hablamos de obras de grandísimo formato (aquel que en el lenguaje del mercado del arte se denomina: “de museo” porque sobrepasa la probabilidad espacial de lo doméstico) hay en su hechura una proximidad exagerada, los artistas/pintores que trabajan grandes formatos se abalanzan sobre los soportes que soportan sus obras, se lanzan sobre ellos, se deslizan como verdaderos acróbatas sobre sus pinturas[1], y el resto, trabaja desde la cercanía casi miope de sus detalles, de sus artificios para hacerla una trampa visual, una carnada que nos haga morder el anzuelo de nuestras retinas. Este juego de representación, subjetividad, sugerencias poéticas o fórmulas atrayentes para la mirada ha hecho de la Pintura un ejercicio de fascinación universal. De hecho, casi todas las pinturas que realmente “funcionan” por decirlo en el argot del discurso crítico, en la historia del arte, cuando la ves directamente, en persona, te preguntas: ¿cómo están hechas?, ¿por qué están hechas así? Y no de otra manera, y así… hasta creársenos un bucle infinito en nuestro intelecto y la pintura nos atrapa para sí, nos hace de ella, nos embruja con la vacuna de la incertidumbre.

2.-
Arnaldo Roche Rabel puede que sea uno de los últimos artistas del contexto iberoamericano que conoce estás relaciones de cercanía y distanciamiento de cómo se hace la “gran pintura”, pensada ésta como nos indicaba que deberíamos de enfrentarnos a la Pintura Barroca el maestro Eugenio D´Ors; así como una relación contemplativa de miopía e hipermiopía recíproca. Y digo esto, de manera tan tajante, porque su relación con el hecho pictórico viene desde una sincera introspección que se visualiza a través de una actividad confesacional, en tiempos en los cuales el desdoblamiento de nuestro ser para la construcción de un paradigma teatral es lo que impera como práctica social generalizada, con lo cual, su naturaleza confesacional lo trasmuta en una excepción.
Nacido en Puerto Rico pero formado en Chicago, ciudad en la que estudió y vivió durante años, Arnaldo por una condición descentrada (no estaba en New York, ni en California, ni en Miami, léase: el exilio natural de “lo latino” en Estados Unidos) se ha distanciado de las carreras artísticas promovidas bajo la égida del “Arte Latinoamericano”, para convertirse en una rara avis, un animal incómodo, fuera de juego, dislocado de su focalidad natural, lo cual le dio una independencia relativa que le ha procurado una producción mucho más libre.
Una carrera de algún modo más pausada, con un tempo que ha estado mucho más ligado a la investigación en las formas que le han procurado una identidad que se distingue como acierto final reduccionista de una suma totalizadora de hallazgos. De ahí viene, entonces, que sus proximidades estén más asociadas a un infatigable Leon Golub -con quien tuvo una cercana relación-, o a la nueva generación de artistas post-expresionistas alemanes afiliados hacia lo grotesco, en un momento en el cual el esteticismo fotográfico tomó el protagonismo a escala internacional. Y desde las intromisiones historiográficas de Mark Tansey, a pesar de que ambas obras distancian muchísimo una de la otra; las preocupaciones de Tansey sobre la Historia de la Pintura y las maneras de enfrentarse al soporte desde las técnicas del grabado clásico y desde el frottage, lo acercan a Roche. O viceversa[2].
Ambos cuestionándose directamente la capacidad narrativa de una Pintura que se niega a la obviedad de la representación y que apuesta por la construcción de un relato simbólico de corte mitológico, el primero de ellos, Mark, enfocado en cómo se gestó la construcción del “Mito Americano”, y Arnaldo, percibiendo su trabajo como el resultado de una deriva de sí mismo que lo salva de toda grandilocuencia, de toda vanidad humana, de toda locura, y lo refugia en la construcción de su “ser insular”, su ser de Isla.  

3.-
Desde esta noción de hombre-Isla, léase: isleño, y tras los devastadores y traumáticos sucesos del huracán Catrina y del Tsunami asiático del primer lustro del milenio, la obra de Arnaldo dio un giro monocromático, un giro en el cual el color azul toma una dimensión más que simbólica, histórica o casi épica.
Una década después de esta radicalización estética, En Azul: señales después del tacto (frottage) es primera muestra individual en un museo Europeo, muestra en la que se recopila una selección de obras que el artista ha trabajado en estos años en torno a cómo el azul-mar-agua invasora y/o bautizo sagrado, nos signa.
Siendo así, este proyecto expositivo -tras su muestra Azul comisariada por Liliana Ramos en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) de Puerto Rico, en San Juan- el primer acercamiento a su última producción de quien es posiblemente uno de los creadores puertorriqueños de mayor prestigio nacional e internacional, quien esta vez habla desde una perspectiva nuevamente universalista.
Esta distancia temporal nos ha dado la cobertura necesaria para intuir cómo Arnaldo ha re-evaluado lo que antes era una revisión mitológica hacia una reconversión del mito de un modo más íntimo.
Si bien la obra de Roche primeramente tuvo connotaciones narrativas mitologizantes, en las cuales revisitaba la historia del arte a través de sus mitos,  ahora… desacraliza el mito convirtiéndolo en narración cotidiana, en fe hecha relato natural socializado, aún cuando este socializado a través de un eterno autorretrato.
Sobre el recurso del autorretrato como leit motiv muchos artistas han debatido la falacia egocéntrica narcisista que se argumenta como una vanidad potencialmente rentabilizable según el discurso crítico, al argüir que haciendo uso del mismo como proceso de introspección en tanto el retrato (siendo el autor) se desdobla de sí y se proyecta como espejo de los otros.
Para ser sinceros, en el caso de Arnaldo, creo que trabaja desde el autorretrato para articular una oportuna combinación teatralizadora de ambas posturas; por un lado, la netamente narcisista de auto-reconocimiento ante el espejo y la de mejor modelo para argumentarse espejo de los otros.
Por ello, el azul.
El azul es el tinte del azogue del espejo.
El tiente que tiñe toda la realidad del isleño.
La invasión espacio-temporal del cielo y el mar al unísono.
El azul anula el sentido de mapa. O hace el mapa una abstracción abrazadora, que quema (como “hielo que quema”, esa metáfora fría del agua congelada que tanto me gusta y cito)  y “abraza” (de abrazar), arropa, envuelve.
En un principio su visión del color relativiza la realidad saturándola, dotándola de una sobredosis ultrasensorial que barroquiza como si hubiese leído muchísimo a Alejo Carpentier y sus divagaciones sobre “Lo real maravilloso” o de Severo Sarduy sus fabulosos “Ensayos generales sobre el [Neo-]Barroco”, hurgando en la construcción de nuestra identidad caribeña como una posible mitología diferenciadora, sumatoria, inclusivista.

4.-

En este orden de estrategias, Roche se emparenta (posiblemente sin él saberlo) con otros dos artistas del Caribe quienes de manera simular emulan con las especulaciones literarias/antropológicas de cómo se construye nuestro ser, entroncándose con los saberes ancestrales de mitologías religiosas ancladas en nuestras islas; hablo del haitiano Eduard Duvall-Carrie y el cubano José Bedia, ambos actualmente residente en la cálida Miami.
Solo que a diferencia de Bedia y Duvall-Carrie, quienes profundizan en fabular ilustrativas “propuestas de alfabetización” (como dijera en broma Bedia refiriéndose a la incultura de Occidente de nuestras “populares culturas primalistas”) de cómo son los cultos afroamericanos transtlánticos del antiguo Reino Vudú (según EDC) y el desmembrado reino Kikongo (según JB); Arnaldo opta por intentar comprender el enraizamiento en nuestra cultura insular de la religiosidad judeo-cristiana.
Como quien se pregunta constantemente cuál es el sentido de su existencia ante un Dios (siempre enjuiciador y todopoderoso) en los tiempos de los incrédulos, Roche Rabell se enfrenta al arte en un diálogo abierto con su fe.
Una fe que -según el propio artista enuncia- lo salva de la locura, lo salva del pasado, de la tristeza, del dolor, del desgaste cotidiano del acontecer, propiciándole el argumento para una obra que lo trasciende y se le escapa.
Una escapada, fuga o escaramuza que iguala su existencia a la presencia permanente del agua en la vida del isleño.
Como si Arnaldo Roche Rabell debatiera “una conversación inconclusa” (esa manera en que Stuart Hall define la construcción de la identidad, que recientemente Octavio Zaya nos recordó) con la poética de Virgilio Piñera y su “peso de la isla”, su carcelario sentido del mar como regalo/castigo, donde es el azul el lugar/color donde el tacto de su físico le recuerda que está vivo.
Aquí en este presente y no otro. En esta dimensión territorial y no otra.  
Para desvelarnos allí donde la belleza se asienta como una mirada autocritica desde un hacer desde-y-mediante la proximidad, desde la cercanía carnal de las cosas, cómo el raptado espíritu de ellas se hace cosa artística, cosa imperecedera, que la pintura momifica y deja estancada como reliquia.
Anclando ante nuestra mirada las huellas de su tacto, hecha obras, trazos, trocitos de óleo recortado, rayonazo rasgado al cromatismo, oleaje que te salpica el rostro,  olor que inunda el sentido húmedo casi sexual de nuestro ser, grito dramatizado que se contiene y ríe.
Un dramatismo (gestual y narrativo) que igualmente lo acerca a otro creador igual cercano a Golub e igual fuera de toda “nomenclatura exótica latina”, hablo de Enrique Martínez Celaya, o de un creador mucho más joven que ambos, como Hernan Bas, los tres cargados de una intensidad dramática que rebasa la tabula rasa de las simetrías austeras del clasicismo, yendo hacia un lugar simbólico donde lo pictórico, supera lo real.
Sólo que mientras ellos insisten en regresar a una pintura íntegramente gestual y autoreferencial, Arnaldo se adentra en una especie de "decalcografías pictóricas" que sólo me recuerdan las decapaciones del ya nombrado Mark Tansey, o los yuxtapuestos re-pintados de Jasper Jonhs.
En un lascerante esfuerzo por dejar su Pintura como un “registro casi fiel”[3], pero ficcionado -como toda obra de arte hecha lenguajes- de su visión del universo.
Un universo, que a pesar de la diáspora, se niega a zozobrar.
Y definitivamente, si aquí estamos, lo logra.
  


Las Palmas de Gran Canaria, España.
Diciembre de 2014.








[1] Todos tenemos en nuestra memoria (de ávidos observadores o estudiosos del arte) las imágenes de Jackson Pollock casi dejándose caer sobre sus telas horizontales, regándolas con sus drippings, por citar tan sólo un ejemplo.
[2] A pesar de que esta sea una perspectiva muy personal nuestra que nunca hemos dialogado con el artista.
[3] No en balde no sólo modelos humanos ha frotado Arnaldo, también objetuales, automóviles, mesas, sillas, floreros, cómodas, repisas, marcos, adornos varios, como si el artista no estuviese argumentando una “cartografía arqueológica del sentido del tacto”, diciéndose esto yo lo toqué, lo tuve entre mis manos.