domingo, 7 de marzo de 2010
DERIVAS ACERCA DE LA OBRA RECIENTE DE SANTIAGO YDAÑEZ (O… ALGUNOS ENSAYOS PARA ESBOZAR UNA PINTURA TAXONÓMICA)
Santiago Ydáñez
Sin titulo, 2008
Acrílico sobre tela
200 X 300 cm
Cortesía GEGalería (Monterrey)
Esencialmente pinto para aprender algo sobre la pintura,
y lo que aprendo se convierte en dos o tres cuadros.
Robert Rauschenberg
La Pintura es una herramienta caprichosa del lenguaje.
O mejor debería decir, que la Pintura es un lenguaje caprichoso que como “herramienta” (término que está más cercano a la “nomenclatura de maquinaria lingüística” que preferiría instrumentar el pensamiento post-estructuralista) el humano “usa” para decir cosas, hacer cosas, plasmar cosas; cosas que no son ellas en sí, y aquí viene el dilema lógico de lo que habitualmente es el “uso de una lengua”, sino son su “representación”, su “expresión simbólica”. Sólo que esta intencionalidad del decir, implica de primera mano, una narratividad funcional que no tiene por que ser fundacional y primaria (por no plantear análoga, directa, obvia) para que una Pintura sea lo que es… esto de lo que últimamente vengo hablando de forma reiterada, sólo eso… una Pintura, una manifestación del lenguaje visual “puesta al uso” frente a nuestra mirada.
En los últimos años se ha venido hablando -sobre todo en el discurso crítico de los estudios visuales- casi de modo demasiado cansino del agotamiento de los recursos pictóricos para desenterrar la nueva naturaleza del ser humano tras la Era Cibernética; era en la que -supuestamente- hoy día estamos inmiscuidos, o más bien, sumergidos hasta la asfixia de la dependencia adictiva. Desde que nació o afloró este discurso derrotista y apocalíptico en torno a la “Muerte de la Pintura”, personalmente, he visto dos síntomas claros en él; primero que este apresurado diagnóstico es producto de la imperiosa necesidad de rabiosa novedad periodística de los medios masivos de información en una sociedad donde la novedad manda como “moda”, por tanto, que mejor manera de sacar a flote un “nuevo tipo de arte” que “matando al anterior”, al de siempre, al de toda la vida -como dirían en Andalucía-; más allá de los embates y victorias que sufrió tras los ataques de la Vanguardia Histórica y de los imparables “procesos de desmaterialización del Objeto-Arte” de la Trans-Vanguardia (con sus búsquedas lingüísticas de las estrategias conceptuales, las minimalistas o las derivas performáticas del Land Art y el Body Art); los llamados “Nuevos Medios” (léase: la fotografía digital, el videoart, el netart, el arte robótico, o la instalación multimedia, relacional) trazan una nueva estrategia de narratividad, regresando (el Arte) a su estado más literal; y aquí hallo el segundo síntoma, en este afán entusiasta del discurso crítico por los “Nuevos Medios” (que dicho sea de paso, cuarenta o casi cincuenta años después ya no son tan nuevos) se manifiesta cierta tendencia descriptiva, verbalizante que le da legitimidad al discurso crítico para instrumentar su poderío, su gestión justificativa, tras los escarceos interpretativos, semiológicos, ideo-políticos; más que nada hay una sintonía en pos de la palabra, en pos de la literaturalidad (como diría Barthes), en pos de la necesidad racionalista de explicar(nos), en tanto instauramos un lenguaje, que por su “juventud” necesita la voz paternal y proteccionista del poder del verbo (O sea: el Poder Crítico). Y aquí es cuando los medios tradicionales del Arte (la Pintura, la Escultura y el Dibujo) perdieron -temporalmente- la batalla del establishment, el mainstream, el “estar de moda”; porque las limitaciones narrativas de la Pintura, entran justo en las exploraciones de la grandeza de su introspección. Es decir, sus limitaciones, son, en verdad, su ventaja ante el intruso Logos. Por supuesto, excepto para aquellos neófitos (o más bien: vagos ineptos) quienes no conocen, no saben, o no disfrutan el “hecho pictórico como un elemento lingüístico autónomo”, que está allí…; fuera de nuestra demagógica verborrea, excepto para ellos que necesitan autocomplacerse y acuden a ella, a la verborrea, para decorar con fanfarrias verbales, lo que no hallan, lo que “saben ver” en el ese territorio indómito que es la Pintura.
¿Porque hablo aquí de una aparente ventaja descriptiva de los “Nuevos Medios Artísticos”?, Pues… porque estos medios incorporan otros elementos enunciáticos en la constitución de su producto (o tal vez debería decir: constructo en homenaje a Benjamin), una nueva constitución que ilimitan o transgreden las posibilidades lectivas de los medios tradicionales, incorporando sonido, luz, brillo, contraste, planimetría, teatralidad expositiva, dramaturgia argumental, secuencialidad, movimiento e hiperrealidad representacional; pero a su vez, incorporando relato, y por ende: literaturalidad. Es decir, deja entreabierta una fisura diáfana para que el discurso imponga sus reglas de juego. Su territorio conquistado, su imperio.
Lo curioso, es que esos mismos “nuevos medios -o soportes- tecnológicos” han sido los “referentes documentales” [o quizás debería anotar: el “material de archivo”, pensando en Derrida] que han propiciado cierta aceleración evolutiva en las investigaciones lingüísticas cada vez más expansivas y emancipadoras de la llamada (y ahora actualizada): “Nueva Pintura”; una Pintura que ahora -en esta posición de poder que significa el pocesionamiento imperativo de un tiempo del ahora- “usa” el medio tecnológico-digital como una herramienta para desde la documentación y la experimentación fragmentaria de su visión, ampliar sus miras y difuminar las resoluciones de su propio lenguaje, e incluso de su propia discursividad, expandiendo el campo de sus resolutivas experiencias sensoriales hacia la indagación en un presente preñado de imaginería digital. Ya que la democratización de los medios digitales y su abaratada accesibilidad doméstica han generado de antemano una imaginería más versátil del documento visual, léase: del registro de nuestra mirada.
Grafiquémoslo: …allí o allá adonde vamos, en más de la mitad de los casos, una cámara digital (de video y/o sólo de fotografía) -de cada vez mayor resolución y precisión testimonial- va captando [registrando…] como documento la fragmentación individualizada de nuestra mirada. Sea ésta resultado de nuestro asombramiento ante el paisaje, o el simple producto de nuestra manía archivológica y fetichista de lo observado como enriquecimiento de nuestra memoria. En este sentido, es lógico así que nuestra “percepción de lo real”, no sólo este tamizada por la fragmentación de este proceso vivencial de la realidad deconstruida en su trimensionalidad hacia la planimetría del documento digital, sino que a su vez, esta mirada está dinamizada y democratizada por la diversidad referencial de ópticas que sobre esa misma realidad han dejado -o van dejando, así… en presente continuo- su huella. Una huella, que en muchos casos, transgrede los límites de lo doméstico y es masificada por los sistemas de distribución, comercialización y promoción de los medios masivos de información o por la multiglobal red de redes de la virtualidad (o sea; y disculpen ser obvio, mediante ese almacén de infinita información que es Internet). A lo que debemos añadir, el fácil acceso y el simplificado manejo de los programas informáticos de alteración gráfica de la Imagen.
Es sintomático, de este modo, el cómo la archivología de imágenes cercanas a nuestra experiencia vital, ya no sólo está sujeta a la saturación de información visual con la convivimos diariamente; sino a su vez, a la construcción selectiva de nuestra propia nomenclatura de lo que vemos, a partir de su almacenamiento, clasificación y análisis narrativo. Un análisis que definitivamente reconceptualiza la evaluación de los significados y el orden jerárquico de nuestras experiencias visuales con la realidad, en rebautizada concepción reflexiva o emotiva de lo vivido.
Al producirse esta circunstancia democratizante de nuestra arqueología de imágenes con las que dialogamos diariamente; en el campo de la producción de sentidos que el sistema de Arte Actual implementa como reflejo de nuestra subjetividad contemporánea, se ha ocasionado una bicefalia estratégica (o un divorcio direccional) bastante significativa(o) en el universo de las Artes Visuales. Primero, se da el caso que la “Nueva Fotografía” -respaldada, como es lógico, por el desarrollo industrial grandilocuente de su digitalización- ha tomado las riendas de la “narrativa épica” (neo-historicista) de nuestro tiempo. De inicio, por su efectividad y verosimilitud, luego, por su redimensionalización (tendiente al gigantismo vacuo) del enfoque. Y el VideoArte, en cierto modo, ha asumido el rol especulativo de la divagación antropológica o el devaneo relacional de la pragmática más ideo-estética. Cosa, que no significa, de ninguna manera, que estos “senderos protagonistas”, hayan desembocado en un resultado satisfactorio, más allá de su mero efectismo hiperreal, o de su espectacularidad y su teatralidad expositiva. Segundo, que ante su repliegue a un (aparente y efímero) papel secundario, en el devenir oscilante del mercadeo de las tendencias de la Moda de la Industria Cultural, la Pintura ha tenido la oportuna libertad de detenerse en autoanalizar el sentido de su existencia, sin el peso dictatorial de su encargo social. Coyuntura la cual, por un lado, la ha desprejuiciado y desacomplejado de su necesidad discursiva, o de su necesidad de discursar desde cierta militancia representacional o ideológica (ahora desbloqueada, neutralizada, y horizontalizada); e igualmente le ha permitido trazar un sinnúmero de búsquedas introspectivas de cierta autonomía lingüística, entre otras diatribas, justamente releyendo desde la redimensionalidad pictórica la abundante plétora visual que produce la Era Digital (dulce y cínica venganza, sin pudor ninguno); sin verse en la claustrofóbica tesitura academicista de ningún concepto que la limite a experimentar cuantas líneas de investigación ideo-estética le venga a mano para reinventarse como lenguaje autónomo.
Resultado: que esta actitud creativa de libre albedrío del quehacer pictórico, ha generado en los últimos veinte años, una nueva sensibilidad, un nuevo entendimiento y un nuevo comportamiento ante el Acto de Pintar. Un “saber estar en tanto se es”, hablando -metafóricamente- en lo que sería una “conciencia ontológica de identidad como artista”, que coloca a la Pintura soberanamente como un sistema simbólico cada vez más independiente y espontáneo, desatado de todo lastre que lo dogmatice, un sistema que ya no es víctima de los etiquetamientos estilísticos, generacionales, o genéricos, en el que se destacan figuras de la talla de: Martin Kippenberger, Peter Doig, Albert Oehlen, Luc Tuymas, Jonathan Messe, Manuel Ocampo, o Fabián Marcaccio, por nombrar algunos; artistas los cuales han dinamitado definitivamente las nociones enconsertadas (y decimonónicas) del autor o la tiranía retórica del significado; ante los cuales han instrumentado como maquinaria o dispositivo discordante una pragmática de irreverente radicalidad, comprometida única y exclusivamente con el lenguaje (y el hecho) pictórico como manifestación máxima del placer estético. Una experiencia relacional dialógica, que en medio de tanto “vaciamiento de sentido” impuesto por la sociedad post-industrial occidental; opta por la sensorialidad íntima de la Pintura como refugio heredado de nuestra condición más ancestral, donde todavía sobrevive el espíritu más auténtico de lo humano.
Inmerso en esta circunstancia privilegiada de comprensión exhaustiva del lenguaje pictórico tal cual es, en el contexto en el cual además hoy día se desarrolla como sistema de reconceptualización estética de la mirada, auratizando aquello cuanto toca; Santiago Ydañez -desde mi criterio muy personal- creo que es uno de los pocos artistas españoles que se incorpora con total naturalidad a esta tipología de artistas antes mencionados, que se enfrentan a la Pintura desde el conocimiento pleno de su naturaleza. Un enfoque comparativo o anotación cartográfica, digamos “situacionista”, de sintonías y cobertura dialéctica de reciprocidad dialogante, que lo garantiza o legitima no sólo la profundidad, derroche resolutivo y esplendor seductor de su obra más reciente; sino, el despliegue de lo que ha sido su prodigiosa trayectoria artística.
En el veloz y vertiginoso transcurso de unos muy prolíferos y exitosos diez años, la obra de Ydañez ha trazado ante nuestra observación crítica una línea evolutiva que se distingue por su sorprendente solidez, su impecable coherencia, y su procesual (y/o proyectual) sistematización, tanto desde el punto de vista factual, donde ha alcanzado una destreza resolutiva que alardea despampanantemente de su velocidad y virtuosismo, como desde la consolidación -cada vez más unitiva- de un pragmática conceptual de una certeza y precisión inequívoca. En cambio, deteniéndonos un instante en cómo Santiago ha logrado hacer que el despliegue evolutivo de su producción se haya dado de una manera tan vertebrada, concisa y clarividente; la respuesta es más fácil de lo que parece. Porque no ha abandonado una de las premisas claves o -epistemológicamente hablando- fundacionales que lo impulsó a acercarse al Arte de Pintar; el hecho de preguntarse qué relación tenemos con la presencia estática de una mirada. La Mirada, es así… el eje motriz de su obra, la mirada como experiencia individual, como pregunta, como instancia de una conversación muda, un duelo pacífico, un romance casto.
Parapetado en ese territorio misterioso que es la incertidumbre, Ydañez en sus “obras tempranas” (desplegadas en su gran mayoría en obras monocromo, de tonos grisáceos de gran formato, mínimo: 200 X 200 cm) argumentó una práctica pictórica desde la cual “la Mirada” no sólo era el tema, la trama y el “objeto-sujeto representado” mediante un manierismo casi siniestro de proximidad retratística; sino también era la estrategia narcisista que nos devolvía a la Pintura como un “espejo simbólico de nuestro mirar”. En ellas, Santiago, establecía como dinámica una propuesta interactiva extremadamente imperativa, hipnótica, de engañosa seducción y extrañeza ante la Mirada del Otro, magnificada ante la pequeñez del Uno (el espectador, léase: todos aquellos que ante ellas establecíamos un mínimo intento perceptual de diálogo visual), donde el nexo de doble sentido que es el “acto apreciativo de mirar”, más que un nexo -que implica de facto una simetría comunicacional recíproca- se nos convertía en un hechizo, en una muralla dubitativa indescifrable, en una ilusión adictiva, una conversación subyugante de la no sabías cómo escapar, ante el silencio indagador de aquel que ante nuestros ojos, nos cuestionaba: ¿qué buscas aquí… “en mi mirarte”? ¿es que acaso -realmente- te ves… “en mi mirada”?
De este modo, Santiago Ydañez interpuso ante nosotros, más que una certeza, una incógnita, un cuestionamiento del facilismo de nuestra lectura retiniana, una sospecha. Una operación interrogativa que de alguna forma ya habían desarrollado los grandes retratos hiperrealistas de Chuck Close, o que años más tarde teatralizara ante nosotros la fotografía hiperbólica de Jorge Molde; en cualquier caso, en estas tres direcciones ideo-estéticas que caprichosamente nuestra memoria selectiva ha asociado como propuestas incómodas de cómo la Mirada nos hace dudar de nuestra observación escudriñadora de significados; las tres, nos ponen en jaque el acto mismo de esperanza residual, que el espectador espera del acto estético; pues en ellas, el espectador, no recibe nada a cambio de su acercamiento a la planimetría representacional que ante nuestros ojos devela su fragmentaria insinuación enunciadora; sino… sólo recibe sorpresivamente “la venganza de lo incierto”. Por ejemplo, ante los magnánimos retratos gigantescos [o debería decir: macro-dimensionados] de Chuck Close “lo incierto” -como estado inquietante- oscila desde la constatación irrefutable del poderío representacional del artista, hasta el cuestionamiento básico de qué sentido simbólico instaura esta grandilocuencia, más allá de su petulancia formalista como enunciado que está replanteándose las dotes sacralizadas del Arte como presencia fetichista; Molde por el contrario, esgrime una lógica más directa, aquí la mirada está redimensionada por el efectismo de su significado testimonial como impostura dialógica, establece un juego elemental de lo relacional, basado en una dialéctica binaria donde el autor (y su mirada, es decir: sus ojos, su enfoque visual) se manifiesta como el trampolín psico-analítico que en espejo se torna, cuando tras ver un ojo que nos mira, optamos por mirarnos; ya que su mirada es lasciva, acusadora, curiosa, incómoda. Ydañez, por lo contrario, en estas “obras tempranas” evita el facilismo de colocar el resultado de su indagación (es decir: en su Pintura) en la postura del que ofrece u oferta una verdad como pregunta de nuestro status; él elige “exhibir” ante nosotros el documento de una mirada que se desplaza desde el frío close-up de la archivología médica (sólo un dato anecdótico: para muchos de sus primeros retratos de rostros infantiles en los que el “bebe-sujeto retratado” era aproximado al extremo al borde de su representación por su acercamiento focal, eran realizados “usando” como referentes retratos clínicos de libros de medicina, o archivos médicos) hasta la más descriptiva documentación técnica de un registro historicista de un objeto escultórico (…la cabeza de un perro de piedra, una máscara protectora de soldar); como rastreo analítico (que como ready-made actúa) de aquello que ojo ve como dato, información, acervo cultural, o mini-dosis (dosificada) de espiritualidad que como reflejo de lo que somos nos va definiendo. Un mirar que mira para ser mirado como recuerdo, como deja vù.
Sólo que, para ventaja suya (de Santiago, por supuesto), este prolegómeno dubitativo de nuestra relación con lo mirado, no era fácil de descifrar; sino, estaba disfrazado por la majestuosidad de un manierismo pictórico que a veces -a pesar de su paleta reducida, y de su economía iconográfica- desvirtuaba el sentido incisivo de su prerrogativa cuestionadora hacia el esplendor de su omnipresencia como objeto. En otras palabras, su aplastante resolución objetual como Pintura, nos hacía olvidarnos de su subversivo discurso, de su venenosa naturaleza irónica, de su vertiginosa trampa soslayada; que justo, en nuestra actitud más placentera y contemplativa, violentaba el disfrute de nuestra conciencia receptiva, con cierto tufo de siniestralidad y desasosiego.
Profundizando enfáticamente en este deje facilista del propio sistema apreciativo del Arte Actual, como quien abusa de la debilidad de un inválido visual, Ydañez, esgrime como segunda propuesta pictórica de su hacer, un grupo -casi infinito- de retratos y autorretratos monocromos donde el “sujeto retratado” sufre dos alteraciones simbólicas radicales; primero, es disfrazado por la impronta de una sinuosidad sumatoria a su fisionomía facial (crema de afeitar o algo parecido); segundo, este sujeto, ya no participa de una relación pasiva con la sorpresa de la parálisis documental de su mirada; sino que “usa” o exagera el hecho conciente de saber que está siendo “retratado” para sobreactuar el potencial de su mirada. En primer lugar, para potenciar su dramatismo, y en segundo lugar, para anular todo posible rastro de inocencia e ingenuidad en su documentación, como escenificación de su “re-trato”.
Dando así, un salto extremadamente peligroso en su estrategia relatadora, Santiago, abandona la -aparente- pasividad anodina del observador (aquella franja de imparcialidad vouyerista que lo resguardaba de toda responsabilidad factual y conceptual de “lo re-presentado”) para ser el artífice de una puesta en escena que ante la mirada, será re-presentada, tautológicamente, una vez más; desde la redimensionalidad simbólica de la Pintura. Pero, está vez, no sólo controlando el proceso selectivo de la mirada, sino también… provocándolo.
En esta dirección, pero radicalizando su propio punto de partida, entonces, Ydañez elabora una estrategia de legitimación voraz de un poética marcada por la espectacularidad y la obsesión reiterativa de una gestualidad vociferante, que en su momento fue comparada con la ferocidad de los artistas neo-expresionistas alemanes (aupado por cierto sector crítico nacional, afincado en un paralelismo referencial fenoménico, epidérmico, podríamos decir); pero que pocos leyeron como el resultado crítico de una postura iconoclasta con respecto a la domesticación adoctrinante del mercado como modelo tiránico de una decadente adecuación negociada de la identidad del artista, como marca autoral; pocos vieron allí, en sus nuevos gigantescos rostros hiper-histriónicos… gestos de una sutil ironía burlona, que de la propia dinámica demandante estilística del sistema, hacía una descarada gala de cinismo y sarcasmo; mientras a la par, ejecutaba una meticulosa búsqueda logotipificadora de su ontología como sujeto. Sin embargo, nadie duda de la efectividad seductora e intrigante de esos retratos, y ahora que lo pienso, tampoco creo que hoy día, tras años de distancia de haber nacido esas Pinturas, nadie se cuestione su eficacia; no creo que nadie cuestione su rotundo impacto; sobretodo, porque su “impacto” no estaba sujeto a lo “retratado”, sino: a su manifiesta maquinalidad manierística, a su ligereza formal, a su epatante demostración de un poderío gestual, signado desde ya, por la madurez y el brillo de un talento artístico indiscutible.
Igualmente, la secuencialidad dramatúrgica de estas obras le proporcionó a Ydañez otro artilugio retador ante el Acto Pictórico: el potenciar al límite de lo imposible, las posibilidades expresivas de una reducida paleta monocroma y una iconografía repetitiva y neurótica, al borde de la epilepsia o la esquizofrenia más irracional como relato; y establecerse como una pragmática libre de prejuicios estilísticos y lúdica en extremo, morfológicamente hablando.
Está claro que el giro accional de Santiago en este sentido es obvio, de representar lo mirado, insinúo, escenificó y performatizó la tentativa de una mirada que esta vez desafía al espectador, aún cuando a veces lo oblicuo de su intimismo evite un enfrentamiento directo, aún cuando sea esquiva, su sola presencia impone, amenaza, ofende groseramente la mirada de quien la mira. Un camino pictórico que también nos revela otro detalle metodológico de Ydañez, su regodeo ejecutor; lo cual asimismo pudiera enunciar otro rasgo de su praxis artística, aquel que fundamenta cualquier argumento pretextual para desplegarse maquinalmente sobre un espacio en blanco. Es decir, aquel que repliega la discursividad diletante hacia un rol secundario, con tal de desarrollar un práctica pictórica autónoma, liberada de la esclavitud del discurso en sí. Viéndolo de este modo, tal vez, su reiterativo afán tautológico, o su “auto-re-tratamiento terapéutico”, psicoanalítico o antropocéntrico, bien podría ser una escaramuza de insinuaciones estratégicas del artista para congeniar con las reglas del juego del campos del Arte y su dictadura ideológica, para desmarcarse de toda coacción referencial, y abrirse un coto de libertad ideo-estética, donde bajo un velo de cinismo e ironía; la utopía placentera del hecho estético subvive como latido, como susurro, como aliento disidente.
Por supuesto que esta afirmación sería mucho más explícita si la obra de Santiago Ydañez se fundamentara en los márgenes interlingüísticos de la Abstracción; pero… ¿y por qué no? ¿y por qué un pintor -digamos- figurativo, convencido del poder de la imagen, de su don idólatra… por qué no puede pintar arbitrariamente, sin sopesar la presencia del significado? Pero para quienes entienden y disfrutan de la verdadera autonomía lingüística de la Pintura como territorio, esto no es un problema; pues se asume que ella no está sujeta a las estrictas leyes reprentacionales de “lo real”; ella existe y ocurre fuera de “lo real”, creando su propia realidad paralela, una realidad lingüística que solo tiene reglas perceptuales, reglas de observación, ninguna más.
Santiago Ydañez sabe esto, él es conocedor y devoto de este poder relativista que tiene la Pintura como práctica. Quizás por esa fe, la cual puede tener su raíz en su educación católica de respeto y admiración devota ante el icono, conocedor de ese poder que el icono guarda para sí como fetiche de seducción y emotividad contenida; en el momento justo de mayor reajuste y legitimidad promocional de su carrera, Santiago tuvo la valentía de abandonar la cómoda seguridad comercial de su hasta entonces “galería-madre”, a la vez que cambia su residencia de España a Berlín; para reordenar su carrera y su producción artística bajo la estela de esa libertad en la creencia del poder de una Pintura desligada del facilismo referencial y la literaturalidad verbalizante. Realizando otro giro inesperado en su relación con la Mirada, pero esta vez, hacia lo mirado. O sea: regresa al Otro, sólo que en esta ocasión, este otro está infestado de la agresividad grotesca de la omnipresencia de la muerte, la enfermedad, la deidad, la binaria instancia de los opuestos, la sutileza sublime y la brutalidad de lo natural. Es así, como pasa del retrato al tratamiento pictórico de una especie de recopilación visual de aquello con lo que vive, topa o sólo roza su mirada; y pasan a ser protagonistas en su obra: animales disecados, máscaras fúnebres, estatuas santorales, momias, paisajes o trofeos de caza (quizás como metáfora exacta de lo es en verdad el Arte mismo, en su sentido más burgués, sólo eso… un objeto de colección territorial donde almacenamos algo de espiritualidad vivida, tal vez sobrevalorada). Tal como si cartografiara un esbozo etnográfico y/o iconográfico de una nueva espiritualidad promiscua y relajada, diáfana y voluble. (Y ahora pienso en Hal Foster y su idea del “artista como etnógrafo”, e igual pienso en Mark Dion, Marcel Broodthaers o Gerad Richter).
Y aquí en este desliz escapadizo, en esta finta que lo desliga de ataduras y clichés, Santiago Ydañez traza una de las audacias más radicales que he visto en el Arte Español Actual; desmarcándose primero de la fatídica decadencia expansiva -casi saturadora- del mercado, y luego, de sus propios fantasmas, o sus propias taras arquetípicas. Conectándose en este gesto de valentía con aquella joven tradición pictórica occidental que cree fervientemente en la capacidad regenerativa del acto de pintar, como acto solemne de sacralización de lo vivido, bajo la estela de lo emocional; incluso bajo la estela caprichosa de nuestra mimada sensibilidad emotiva.
Entonces, en el control de esa emotividad, es donde hallo en Ydañez un control ineludible de nuestra mirada; él sabe como controlarnos… controlando la emotividad que, desde sus primeras obras, ofrece al espectador; una emotividad que es (hablando en lenguaje figurado o digamos abstracto o estructural) una especia de pirámide horizontal, en la cual el espectador es el vórtice superior, y la planimetría de la Pintura, es la base que hacia ella nos obliga a acercarnos, alejarnos, desplazándonos dentro de un territorio de poder que chantajea nuestro recuerdo, cuestionándolo, poniéndolo en el borde del solipsismo, en el borde del barranco del autorreconocimiento; como si taxonomizara nuestros sentimientos, mientras almacena un inventario yuxtapuesto de imágenes contradictorias que dialogan en una dialéctica de diversas intensidades, nunca antagónicas; pero conociendo el poder sagrado -auratizador- del Arte como nueva idolatría. Como tampoco son antagónicas las aguadas de sus trazos más urgidos, y la solidez de su dibujo, o su materia pictórica más volumétrica, consolidada como presencia absoluta de un saber, un “saber ser, aquí, ahora, hoy y mañana”. Como quien dice, así abiertamente y con cierta chulería barriobajera: “esto es lo hay, tómalo o déjalo; pero no busques más.”
Un mañana al que podremos acudir con la utopía resguardada en estas obras, como quien va a un templo de Dios, sabiendo que allí quizás Dios no esté, pero si existe alguna posibilidad de que esté en alguna parte, un templo siempre será un buen comienzo para vulnerabilizar nuestro ateísmo, o ponerlo a pruebas. A fin de cuentas, como diría Marx (sí… Karl Marx), “El Arte es el mayor placer que el hombre se da a sí mismo.” A lo que nosotros añadiríamos, en medio de este tiempo decadente, de crisis general de valores ético-estéticos, donde los mercados bursátiles se quiebran, y la realidad está siendo matizada por las manipulaciones selectivas de los medios masivos de información; el Arte, y quizás, el sexo, son el mayor placer -gratuito- que a estas alturas del siglo XXI, el ser humano se puede permitir. A lo que Santiago Ydañez, seguro respondería: pues por eso “pinto”; porque me place.
Y quizás, ahora que lo pienso, esto sea suficiente.
Octubre-Noviembre, 2008
Granada, España.
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