domingo, 16 de octubre de 2011

PINTURAS DONDE SE OCULTA EL ALMA (notas prologales acerca de la obra de Ron Gorchov)



Ron Gorchov, Androcles, 2011
Cortesía Colección CAAM


a Ray y a Mark,
dos utopistas

a Tombly, por sus nubes y flores
que me enseñó a “mirar de manera abstraída”
sin él saberlo

a Vitto por su fe

el que vivía ahora está muerto
nosotros que vivíamos ahora estamos muriendo
con un poco de paciencia

T. S. Eliot
Lo que dijo el trueno



La integridad que vertebra la obra de Ron Gorchov es la de la utopía; esa integridad cargada de cierta moralidad esperanzadora, dotada de un futurible más favorable y perfecto, que la supera como estructura física, como cosa fetichista dadora de contenidos y formas artísticas, pero que puede sostenerse como ideal. La utopía como Pintura y/o la Pintura como utopía que se sostiene por si sola, es lo que vertebra la obra de Ron, como vertebra nuestros cuerpos la médula espinal. O como vertebra el amor, el deseo y el respeto mutuo.
Así es, la adicción de la quimera lo que sostiene la obra de Ron Gorchov como un lugar mental (como todo lugar pictórico) inamovible, infranqueable e inagotable; un constructo de densa solidez que no es vulnerable al paso efímero del tiempo histórico en el que le ha tocado existir, más allá de sus modas, militancias y modismos. Es la eticidad ante la utopía, su único dogma.



Por mi parte, mientras algunos “espectadores entrenados” (como autodenomina la crítica especializada -justo- a los “especialistas poseedores y proveedores del discurso artístico”) han observado las pinturas de Ron Gorchov como escudos o estructuras heráldicas; desde el primer momento en el que tuve oportunidad de verlas colgadas en la pared frontal de su estudio de Smith St., éstos planos de color saliente que se curvan en una planimetría, se me han revelado como nichos, agujeros, metafísicos espacios fragmentarios donde sobrevive un universo fantasmagórico -todavía aurático-; el cual se dibuja y se desdibuja, como un espejismo en medio del desierto.



Sobre esta visión-lectura, debo decir que la tuve sin saber exactamente quién era el hacedor de esas misteriosas pinturas que compartían estudio con Saint-Clair Cemin, Mark Dorramce y Ray Smith, en Brooklyn; y en este desconocimiento no hallo complejo alguno por mis lagunas cognitivas de la Historia del Arte Americano del Siglo XX, porque estas mismas lagunas fueron las que me permitieron que esta apresurada y temprana apreciación fuese una experiencia “muy greenbergiana”, en el estricto sentido que Clement Greemberg imponía como metodología en su concepción de la pureza de la mirada desprejuiciada del desinformado, la pureza ingenua del desconocimiento, la pureza sensorial y no conceptual de la mirada hacia la Pintura. He de reconocerlo, yo no sabía quien era este magistral artista que Saint-Clair y Ray me mostraron con tanta admiración y respecto, como si estuviese siendo testigo de una tipología de arte endémica, que estos artista a quienes sí conocía y respetaba desde hacía mucho, me mostraban como si estuviera siendo testigo de la presencia ante mi de una reliquia, invicta al paso del tiempo.


Luego, me ratifiqué conversando con Ron explicándole que sobre todo esta idea me vino a la cabeza como retombeé, o sea de rebote, de regreso, duplicada, autojustificada en sí misma; porque tras saber su formación generacional como un artista que militó dentro de la transcendentalista tendencia del Action Painting, o que anduvo cerca de Robert Ryman y William de Kooning, no podría ser tan fácil que la curvatura de sus pinturas fueran escudos refractarios contra el exterior; sería más propio de un “utopista abstracto” que estos fuesen escudos que se comportasen como “simbólicos agujeros negros”, blindados por la tela que no los deja salir de allí; allí detrás del barniz que lo atrapa entre la tela y el bastidor curvo, como si el universo entero pudiera reducirse a un estado laminal.



Contrario a Ryman que minimizaba los títulos de muchas de sus obras a las referencias del pantone industrial de la materia pictórica con la que las hacía, Ron, en muchos casos, titula sus obras con nombres de personas allegadas, como si en estas abstracciones hubiesen ocultos retratos; quizás, retratos de sus almas. Como si en estas manchas amorfas y fugaces, Gorchov descubriera la naturaleza cromática de sus espíritus. En otros, a su vez, las titula con estaciones del año, meses, referencias a la Historia del Arte, como si en ellas también depositara una “atmósfera cromática” que contuviera una especie de “estado inmaterial y esencialista”, de su particular visión emocional de lo que vive, lee, conoce, toca, sufre o ama.



Como Arthur C. Danto ante las Elegías de Robert Motherwell, ante las pinturas de Ron “…su belleza hizo que me detuviera”; y más tarde tras conocerle personalmente “… cuando capté su pensamiento, comprendí que su belleza estética era interna a su significado”. Un significado que se sobrepone y escapa a la simplificación de cualquier lectura posible, y abre un sinnúmero de percepciones de cada una de sus creaciones. Obras estás donde el estado acuoso de la pintura se deja deslizar por la mirada como una cascada que sobre sí misma se vuelve a humedecer, un aguacero detenido -cual fotograma de una narrativa cinematográfica es paralizado en su temporalidad-, o una llovizna fina que sobre el cristal de una ventana neoyorquina, escribe su propia trasmutación de la realidad mientras la diluye y la agua; para después hacerse sequedad pictórica hecha recipiente anímico del color y la luz, del trazo veloz y la paciencia dibujística-caligráfica del escriba.



Como si Ron conociera de primera mano las enseñanzas de Motherwell en las que afirma que pudiera “… uno llegar a creer, con cierta razón, que el artista abstracto no le gusta más que el acto de pintar.” Tal vez porque el ideal utópico que la Pintura les genera a los artistas abstractos, sea lo más cercano al ideal kantiano de la perfección, o lo sublime; aquel estado al que sólo se llega desde la mera y absoluta negación. Un ideario que de manera soterrada se ha mantenido -subyacente, pero vivo- como pragmática nihilista de la vanguardia, o como credo.
Un credo que en Gorchov bien podríamos decir que presagió la desintegración de la experiencia pictórica de finales del Siglo XX hacia lo escultórico, hacia la solidez del espacio expositivo. Ese sintomático estigma de la más novísima pintura acuñada bajo el “velo krausseano de lo expandido”, que en Ron se contrae y se hace curvo. Caverna platónica del conocimiento a donde las almas van a ocultarse. Como curvas conversas son las altas montañas rocosas americanas, soberbias y sólidas ante el desgastante golpe del viento. Viento que esta vez, es definitivamente una metáfora del tiempo, al que sus pinturas -las de Ron, como ya dijimos- son inmunes.


New York, NYC - Las Palmas de Gran Canaria, España
Enero – Julio de 2011.

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