UN RÚSTICO ÁBACO, UN
CUADERNO DE NOTAS…
Las cuentas del Juez
Holden (una
aproximación a Meridiano de Sangre
según Jesús Zurita)
Vistas de sala de la muestra Las cuentas del Juez Holden de Jesús Zurita en la galería Estéreo,
Ciudad de México, Febrero de 2019.
Todos tenemos
cuentas pendientes. De hecho, hay argumentos religiosos que aseguran nacemos
para saldar las de “vidas pasadas”. Tal vez puede que esta sea la razón por la que
el artista español Jesús Zurita, nacido en Ceuta y residente desde hace más de
dos décadas en Granada, tardó más de trece años en decidirse para “intentar
saldar las suyas” con uno de sus autores literarios preferidos: Cormac
McCarthy, de quien su novela Meridiano de
Sangre le impactó profundamente. Un libro el cual, tuvo el detalle de
regalarme graficado con dos excepcionales dibujos; en cambio, en mi, McCarthy
no causó la misma huella que en Jesús.
En
él, el autor de La trilogía de la
frontera, caló hasta tal punto que desde entonces su manera de titular
huele a veces a un ligero perfume McCarthiano,
como dejándonos entre-leer más que entrever, un levísimo hálito suyo (al de
Cormac, me refiero).
Todos
tenemos cuentas pendientes. Pero también debemos ajustarnos a nuestra
contemporaneidad, a nuestro presente. Por eso Jesús Zurita esquiva los
tecnicismos que la tecnología industrial nos facilita, escogiendo un camino de
ralentización de su andar. Y ahí, coincide con McCarthy, ambos son sabedores de
que hubo un tiempo donde gobernaba en el mundo una rusticidad elemental, menos enrevesada,
más letal pero menos falsa, menos histriónica, más sobria. Creen en el poder
del acto creativo de la ficción y en su carácter atemporal, su sentido
transversal que aún nos atraviesa por su capacidad de crear mitos.
En
cada elección que hace un creador post-moderno, la elección -si es un artista
coherente y maduro- por lo general, es muy lógica, muy pensada, muy calibrada, estudiada,
precisa. Cuando Comarc McCarthy usa con exactitud una palabra lo hace para
crear un halo tras ella, un rastro, un aliento, una atmósfera. Y de esa
atmósfera Zurita, se siente deudor, pero en verdad, puede que McCarthy le
ofrezca a Zurita lo que él mismo ya tenía pero necesita leer, como quien sabe
que necesita azúcar y se come un bombón, o tiene acidez y se toma un yogurt.
Esa atmósfera de la que hace gala el escritor está ambientada en un pasado
donde nuestra civilidad estaba en pañales, nuestra democracia era un embrión, y
el progreso como maquinaria socializadora era una sangrienta guerrilla de psicópatas
asesinos arbitrarios. Lo que Zurita encuentra ahí, en esa atmosfera, es un
rancio resquicio que todavía destila su pestilencia y nos la restriega en la nariz
con descaro. Y es ese descaro un descaro poético, calculado, aritmético casi,
es lo que le seduce del autor neoyorquino, y se queda atrapado en ese hedor que
ahora pinta. Solo que los procesos del aprendizaje, destilación y maduración
son mucho más perversos que esta simple descripción; y cuando Jesús Zurita
decide homenajear a uno de sus autores pilares no lo hace desde la literalidad,
aunque sí desde la narratividad. No se hace obsceno y repugnante, sino sutil, puntual, descarnado,
perfeccionista. Un cirujano de la pincelada así como el novelista se hace un
francotirador de la palabra y te las estampa en la retina, las lees y las
interpretas e hilvanas. El ceutí-granadino, dimite de su entorno, y se refugia
en ese aire viejo, disidente, demodé, estrictamente personal.
Esto
en cuanto al material y el uso del lenguaje pictórico, sin embargo, sus
montajes y usos del espacio expositivo son estrictamente contemporáneos. Lo que
acompaña con ese perfeccionismo de obsesivo dibujante detallista que parece recién
aprendió a pintar, con los efectos que le enseñaron la gráfica y el dibujo de
Gustav Doré, o el colorear la carne de Nicolas Poussin, o el cómo enrevesar la
maleza de la yerba de un campo cenagoso del maestro Katsushika Hokusai. Como
también hallamos débitos rastros en Zurita de un aire lejano que simula venir
del gélido paisaje la Isla de los Muertos,
pintada hace más de trece décadas por el sueco Arnold Böcklin.
En
él, en Jesús, todo homenaje está en las sutilezas. Así lo hemos podido apreciar
en su dibujo mural Andanza (2005)
motivado por El Quijote de Cervantes,
en su serie dedicada a la ópera Tannhaüser
de Richard Wagner, o en su exposición apologética a José Guerrero, Raja y grieta. El aire de Guerrero,
celebrada en el año 2016 en Granada. Una práctica orquestada en el meticuloso
filtraje de sus referencias, en sus escaramuzas para evadirse de la futilidad
de lo plástico o lo metálico cromado del ácido Neo-Pop, o en lo aséptico y casi
hospitalario en lo que termina siendo el camino tautológico del más actual post-conceptualismo.
Zurita, evita esos caminos trillados por sus coetáneos y mira atrás. Y al lado.
Abajo. Al costado. Mira poco hacia arriba, lo cual denota cierto agnosticismo,
cierto desdén a lo divino. O lo contrario, pavor y cautela ante lo divino. Pero
lo que sí elige es un estar en el tiempo de su arte a tono con un estar
todavía… allí.
Por
esto muchas de sus obras representan intervalos, espacios encorsetados entre
acto y acto, como entreactos, pero ahí están sus huellas. Como las notas que de
soslayo hacía el soberbio Juez Holden en Meridiano
de Sangre, he aquí sus reverberaciones.
He
aquí sus ecos.
De
aquí el que no me extrañe que haya dejado pasar trece años. Un tiempo prudencial,
suficiente para que el artista madurara las ideas de cómo aproximarse -sólo en
un mero acercamiento- a una mitología (toda literatura ficcional de algún modo
lo es) que según Jesús redefine nuestro tiempo, nuestra relación con los
territorios, y sobre todo, nuestro modo de actuar frente y con la violencia,
comprendiéndola, porque según Zurita, McCarthy es un autor que comprende en
profundidad la relación de la naturaleza humana y la violencia desde una radical
perspectiva donde se equilibran visceralidad y sapiencia. Una paradoja que apunta
el foco en cómo sobrevive el animal que vive en nosotros, cómo subyace la
brutalidad, el salvajismo, el gen selvático en nosotros. Como si todavía no
fuésemos lo suficientemente cívicos, lo suficientemente civilizados para
abandonar el bosque, la roca, la montaña, el desierto. Y adentrarnos en la
ancestralidad de lo doméstico. Donde todavía somos lobos, hostiles animales de
manada, voraces depredadores.
Es
así, acicalado de esta armadura de un legendario samurái[1]
occidental que el artista insiste en experimentar la misma visión oscura de
McCarthy, igual de densa, ecuánime al observar y anotar la devastadora fuerza
de la naturaleza y de la brutal naturaleza humana.
Mucho
más allí donde los mapas y los territorios se hacen imprecisos, allí donde la
línea divisoria de las cartografías geo-políticas realmente está atada,
amarrada como un hilo rojo, color sangre seca y no un alambre de púas de
cuchillas dobles, a los tobillos de quienes las cruzan, las andan, las borran y
las rehacen, por capricho, azar o supervivencia. Quizás porque conoce bastante
bien lo que es nacer en la frontera, siendo natal de una de las más
problemáticas ciudades fronterizas de Europa con África, Jesús Zurita conoce la
frontera, sabe como es. Al menos, como mínimo, lo intuye. Pero como desde
siempre ha estado en lado favorable del “europeo hombre blanco”, es muy
respetuoso con exotizar el tema.
Y
aquí conecta experiencialmente con McCarthy, porque no se aproxima al tema
desde la superioridad de su afortunada situación, sino, a ras de suelo, de
manera zigzagueante como un reptil. Un animal sorpresivo que muchas veces se
camufla con su entorno. Se insinúa, no se ve.
Y
sobre esta idea difuminada e inasible de la intuición, que se insinúa -que no
se ve claramente-, es desde donde erigen estas pinturas, como si emergieran de
la oscuridad, que sin ser literales, se manifiestan igual de dramáticas y
traumáticamente misteriosas.
Y
digo traumáticas y dramáticamente misteriosas porque su disposición
instalativa, colocadas concienzudamente en el espacio galerístico, donde Zurita
hace que el espectador caiga en una trampa de posicionamiento ante lo que ve,
que puede tender a estremecerlo. Sacudiéndolo de su pasividad consumista para
obligarlo a reflexionar sobre lo que McCarthy en su imaginario nos hace
reflexionar.
Sobre
la aplastante grandilocuencia del paisaje, un paisaje que te abofetea, sobre
qué es más salvaje, el paisaje o el humano que en él habita y sobre la bella
grosería de la muerte. Sobre su soberanía.
Latente
en obras como Et in Arcadia ego, en
obvia referencia a la pintura del pintor barroco italiano Giovanni Francesco
Barbieri sobre la presencia de la muerte hasta en la paradisiaca Arcadia, igual
hace un guiño a la cita de dicha obra en la novela de McCarthy, inscrita en la
culata del rifle del omnipresente y todo poderoso Juez Holden. Porque hasta en
este Paraíso fronterizo, hasta aquí… donde la belleza abruma, la muerte se asoma,
aunque en muchos casos actúe a través de la mano de los hombres.[2]
Aún,
cuando sea en un metafórico patíbulo, un escurridizo y redimensionado objeto punzo
penetrante, fabricado por excelencia para la muerte de los humanos, donde la
huella de la Era del Antropoceno se
hace tácita, como registro de que somos nuestro peor enemigo. Sin que esto
signifique absolutamente ningún maniquismo moralista, del bien y el mal, sino
justo lo contrario, nos iguala a todos -sin excepciones- ante el juicio
imponderable de la última boda de sangre. La definitiva boda final con la
Muerte. Una boda que a pesar de ser trágica, como toda boda, no dejará de estar
cargada de un bellísimo esplendor. Una boda de que estas obras son el
aperitivo, el cóctel de entrantes, los más hechizantes preliminares.
Vistas de sala de la muestra Las cuentas del Juez Holden de Jesús Zurita en la galería Estéreo,
Ciudad de México, Febrero de 2019.
Pero
quizás si rendimos cuentas antes, aunque sea con un rústico ábaco y un cuaderno de notas, si rendimos cuentas… primero, puede que cierta esperanza nos
salve de tanta barbarie.
De
ahí… este homenaje, que no es un canto a la Muerte, sino a la vida, puede que
una vida amarga, pero intensamente definida en su tensión por sobrevivir como especie.
Una especie en decadencia, pero aún… viva.
LPGC,
España. Enero de 2019.
[1] Esta de más decir la
obviedad de sus influencias del anime y el manga japonés, o el cine asiático
pero no pasa nada con indicarlos.
[2] No en balde Jesús
Zurita ha propuesto este proyecto para su primera muestra personal en la Ciudad
de México, a pesar de haber trabajo en tres ocasiones anteriores con su galería
es ahora cuando en un país y una ciudad como México, asume que este tipo de
preocupaciones que en su cabeza circundan desde hace años, puede ser
comprendida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario